Se levantó temprano, cuando la luz entró por la ventana. Se lavó la cara para ponerse las gafas cuanto antes, sin ellas estaba perdida. Con su lento andar se dirigió a la cocina y se preparó leche caliente con migas de pan. Abrió de par en par las ventanas para dejar pasar el frescor de la mañana, que duraría poco tiempo. Echó hacia atrás las sábanas blancas de su cama y se vistió despacio. Con el plumero fue desterrando el polvo de los viejos muebles del salón y topó con algo que nunca había estado allí, un libro. Recordó lo que le había costado aprender a leer en los pocos años que fue a la escuela y lo apartó a un lado como si ni siquiera lo hubiese visto. Siguió con sus tareas rutinarias para mantener la casa en buen estado, según le permitían sus ojos, sus piernas y sus brazos cansados.
Salió a la calle para dar su paseo matutino, antes de que el sol pudiera quemar su delicada piel. Compró pan en la tahona del pueblo, donde aprovechó para oír su propia voz al cruzar unas palabras con el panadero y una de sus vecinas.
─Parece que hoy va apretar más que nunca ─señaló el panadero.
─Sí, eso parece ─contestó.
─¿Se ha marchado ya su nieta? ─quiso saber el hombre.
─Sí, eso parece ─repitió ella.
Sintió una punzada de soledad y se despidió hasta el día siguiente. Caminó lentamente sintiendo el calor en su cara. La intensa luz le dañaba los ojos y sintió un gran alivio al traspasar la puerta y entrar en el oscuro y fresco zaguán.
En la cocina, no tardó mucho en hacer una comida sencilla. Para ella sola bastaba con cualquier cosa y se preparó una tortilla francesa, que acompañó de un trozo de pan. De postre, una naranja, y ya había comido. Añoró las abundantes comidas de otras épocas, cuando le llevaba casi toda la mañana preparar el sustento para sus cuatro hijos y su marido, que en paz descanse. Entonces trabajaba sin parar todo el día, pero la casa rezumaba vida. Ahora el silencio lo dominaba todo y sólo el sonido de la radio valía como sucedáneo de aquel otro ruido que ya quedaba tan lejos.
No solía echarse siesta, no podía antes, y nunca pudo acostumbrarse a ella. Así que, cuando el calor sofocante del verano inundaba la calle, ella se ponía a coser bajo la escasa sombra que tenía delante de los escalones que daban al patio. Así lo había hecho siempre. Pero ese día, cuando iba a coger su costura del aparador del salón, volvió a ver el libro. De repente, lo sintió como un tesoro que su nieta hubiera dejado para que ella lo encontrase. Lo cogió con delicadeza y se lo llevó afuera. Se sentó y lo abrió dispuesta a pasear su mirada por las mismas líneas que su nieta habría leído alguna vez. Comenzó despacio, no tenía prisa y sí todo el tiempo del mundo. Al leer, se descubrió sintiendo un pedacito de la vida de su nieta y quién sabe de cuántas personas más. La soledad se fue alejando hasta un segundo plano y supo que no dejaría de leer hasta el final.