Soy vigilante nocturno en el hotel Norte, situado en la estación del mismo nombre. Paso las horas muertas en la recepción, a ratos de pie, a ratos sentado tras el mostrador, junto a los empleados del turno de noche. Para pasar el tiempo, nos gusta observar a la gente que entra, y jugamos a adivinar a qué se dedica cada uno. Hace un par de meses, apareció por la puerta alguien que enseguida me resultó familiar. A veces conoces a un tipo, pero no sabes de qué, sobre todo cuando le ves fuera del contexto habitual. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que era mi médico de cabecera, pues, por desgracia, le visito más de lo que me gustaría. Serían las dos de la madrugada, no llevaba equipaje y le acompañaba una mujer que no estaba nada mal. Su actitud me llamó la atención, parecían desconcertados, despistados o quizás tremendamente tímidos. Cuando a esas horas llega una pareja sin maletas, mi compañero de la recepción les hace pagar en el momento, sin esperar a que abandonen el hotel, como sería lo normal. La mujer hizo una mueca de asombro, y a la vez se puso roja como un tomate, mientras su acompañante sacaba la cartera. Hasta lo que yo sabía, el matasanos estaba felizmente casado, tenía dos niños y llevaba una vida vulgar y corriente. Pero, después de ver aquello, comencé a pensar que el señor doctor quizás escondía un secreto. Menos mal que él no se fijó demasiado en mí, y no pareció reconocerme, porque hubiera sido una situación un tanto embarazosa para los dos. Cuando se metieron en el ascensor para subir a su habitación, empezamos a especular si sería su amante habitual o si tendría una colección de ellas. Yo aposté por lo primero, pues me costaba ver a mi médico como un don Juan desenfrenado.
Olvidé el asunto con el día a día, hasta el mes siguiente, que los vi por la calle agarrados de la mano y muy acarameladitos, cuando yo volvía del videoclub. Me giré hacia un escaparte para que no me vieran la cara, y les seguí disimuladamente con la mirada, hasta que torcieron por la siguiente esquina. Tuve tentaciones de ir tras ellos, por mi innata naturaleza de observador, que no de cotilla, pero me estaban esperando en casa para ver la peli que acababa de alquilar, y no tuve más remedio que frenar mis instintos de detective.
Poco después tuve que acercarme al ambulatorio a por las recetas que necesito mensualmente. Fui temprano, antes de que empezase la frenética actividad normal del lugar y, cuando estaba esperando a que me llamara la enfermera, vi aparecer a aquella misma mujer por la puerta. Esta vez caminaba sonriente y segura, y me quedé perplejo. La cosa era más grave de lo que yo pensaba. Levantó la cabeza a modo de saludo hacia el mostrador de la entrada y avanzó directa hasta la consulta donde estaba él. Entró, y a los pocos minutos salió con cierta prisa hacia la calle, mientras yo no dejaba de mirarla con cara de asombro. ¿Iba a visitarle descaradamente a su trabajo? Conseguí mis recetas y me marché a casa lleno de curiosidad, rumiando aquel asunto.
La semana pasada tuve que volver a la consulta de la enfermera para que me tomara la tensión. Soy hipertenso y tengo que hacerme controles regulares, no me vaya a dar un patatús. No se me había olvidado el asunto de mi médico y su amante, pero no imaginaba que volvería a coincidir con ella otra vez. Cuando entré en el ambulatorio, ella estaba charlando en el vestíbulo con un colega de su amante. Entonces pensé que quizás ya fuera algo oficial y el doctor estaba a punto de abandonar su anterior vida, sin necesidad del anonimato que da la noche en un hotel. Pensé en su mujer y sentí lástima por ella y por sus hijos. Si esa mujer estaba allí tan campante, debía ser ya vox populi que era la amante con mayúsculas. Antes de atenderme, la enfermera habló con aquella mujer muy cordialmente, como si tuviera confianza con ella. Al parecer, la cosa iba en serio.
Yo tenía razón, si hubiéramos apostado de verdad, yo ganaría un dinerito. No sólo era la amante habitual, sino que además estaba claro que iba a ser su nueva mujer, por la naturalidad con la que se desenvolvía entre los compañeros de trabajo de él. No pude dejar de lado mi necesidad de observar y controlarlo todo, juro que no es cotilleo, y, cuando la mujer entró en la consulta para encontrarse con él, me acerqué a la enfermera y le pregunté descaradamente si el doctor se había separado de su mujer. Ella me miró muy asombrada y me preguntó que a qué venía eso. Yo también tenía ya alguna confianza con aquella enfermera que me había visto el culo unas cuantas veces, así que le conté todas mis conjeturas a raíz de lo que vi aquella noche de hacía dos meses en el hotel Norte. Se echó a reír con ganas y me sentí un poco ridículo. No entendía qué le hacía tanta gracia, pues a mí me parecía un asunto muy serio. Al parecer, se apiadó de mí y de mi ignorancia sobre todo aquel asunto y, aunque recalcó que no me concernía en absoluto, quiso contarme algo que quizás no le gustase mucho al señor doctor que se supiera por ahí.
Y comenzó su relato…Me explicó que una mañana, el médico llegó muy cabreado al trabajo y contó lo que le había sucedido la noche anterior. Volvían algo tarde de una fiesta familiar y su hijo pequeño se quedó dormido en el coche. El garaje lo tienen a más de cinco minutos de su casa, con lo que él y su mujer — ¿Su mujer? — pregunté. — Sí, su mujer, calla y escucha — me dijo ella. Pues él y su mujer decidieron dejar primero a los niños y luego ir a aparcar. Tuvieron que despertarle para subir a casa y el niño pilló tal rebote, que les echó la cadena por dentro, de forma que cuando regresaron del aparcamiento no podían entrar. Llamaron y llamaron al timbre y por teléfono, para que los niños les abrieran la puerta, pero no había manera. El hijo mayor se había dormido enseguida y no oía las llamadas, y al pequeño se le debió pasar la rabieta en cuanto hizo su trastada, y también se fue a la cama. Después de más de una hora de intentar que les abrieran, decidieron ir a un hotel a descansar un poco, antes de volver a casa temprano para volver a insistir. Hasta entonces, todavía no les habían dejado nunca solos por la noche, y eso les tenía preocupados. No tenían ni idea de a qué hotel ir, pues en Madrid nunca habían pasado la noche en uno, así que se acordaron del de la estación y allí se presentaron a las dos de la madrugada y sin maletas. Pasaron algo de bochorno porque les hicieron pagar por adelantado, con lo que supusieron que el recepcionista pensó algo que no era. Apenas pudieron dormir, y muy temprano salieron de allí para volver a casa cuanto antes. Ya se podía entrar, pues el hijo mayor acabó despertándose, aunque ya tarde, y oyó los insistentes mensajes en el contestador, por lo que quitó la cadena. Cuando fueron corriendo a la habitación, los dos dormían plácidamente y todo estaba bien.
Y eso era todo. La enfermera se cachondeó de mí y de mi mente calenturienta. Reímos un buen rato, mientras me tomaba la tensión, y no tuve más remedio que reconocer que mi instinto de detective era una mierda. Pero la verdad es que aquella misma noche seguí jugando con mis compañeros a nuestro juego favorito, en cuanto entró por la puerta del hotel un señor con bombín y un maletín en la mano. Eso sí que no era nada normal.
Noviembre 2008
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