Querido Fernando:
Tendría que haberte escrito antes, o mejor aún, llamado, quedar para hablar, yo que sé, algo… que eres mi hermano. No quiero excusarme diciendo “todo ha pasado muy rápido”, pero bueno…lee y estoy seguro de que comprenderás.
Hace ya… pues casi tres meses, volvía a casa después de pasar la mañana en la oficina: cafelito, Internet, expedientes, aperitivo…en fin, lo de siempre. El Metro iba a reventar, así que en Nuevos Ministerios bajé para dejar salir a la gente que me empujaba, y justo antes de volver al vagón se me acerca un tío, sonriéndome de par en par.
– ¿Cómo estás, Manuel? Cuantísimo tiempo –dijo muy efusivo, sacudiéndome la mano-. ¿No me reconoces?
– Pues…va a ser que no, que ni te conozco, ni soy Manuel –le dije con cara de pocos amigos-.
– No ¿eh? –apenas se sorprendió-. Bueno, si no me quieres saludar, no me saludes…Mira –sacó un carnet de alguna ONG-. Estamos recogiendo fondos para las inundaciones en Vietnam. No hay agua corriente, muchos problemas de higiene…bla, bla, bla… así que vendemos este jabón para concienciar a la gente…
– Perdona, perdona, pero tengo prisa…
– ..toma –me entregó un paquetito sin escucharme-. No te asustes, te lo doy gratis. Después se volvió hacia un grupito de estudiantes, desentendiéndose de mí-.
Aunque estaba sin abrir, y era jabón de Marsella, el tío me había parecido tan raro que lo cogí con dos dedos y lo tiré en la primera papelera.
Pasé la tarde en casa como de costumbre, viendo culebrones y concursos. Después de mi sopa de sobre y mi yoghourt desnatado pasé por el baño para lavarme los dientes. Mientras me enjuagaba me acordé del tío del Metro. Pedir, mendigar…convencer de causas imposibles. Ese era su trabajo, con vacaciones en lugares aún más tristes. Recordando mi butaca y mi mesa limpia en el Ayuntamiento, yo sonreía ante el espejo, más aliviado que satisfecho.
Pero viendo las canas sobre los ojos miopes y cercados de bolsas, y la indecente y colgante papada, me acordé de los tiempos en que lucíamos orgullosos nuestra boina de guerrilleros –Paquito, Elena, Pepa, tú y yo, ¿eh, Ferni?, menuda pandilla-, y en el camino recorrido desde entonces hasta mi silla del Ayuntamiento. Y no sé por qué me acordé de aquella fábula de tres tíos a los que dan cinco euros –o algo así- y al final de la historia tienen que rendir cuentas. A punto de preguntarme dónde había echado yo mis euros, me sorprendió, como siempre, una expresión de bostezo absoluto. Escupí los restos del colutorio y me sequé cuidadosamente, con mi toalla oliendo a jabón de Marsella. Siempre jabón de Marsella, Ferni, el olor de mamá…
Al día siguiente, a la salida del Metro, había un stand del Círculo de Lectores haciendo propaganda. Ya sabes, Fernando, qué coñazo son estos tíos. Pero el caso es que una chica –bastante mona, por cierto- se me acercó, saludándome, al parecer, con mucho afecto:
– Cómo has cambiado, Manolo. Estás muy guapo. ¿Has adelgazado, verdad? –hizo ademán de darme dos besos, pero yo la atajé-.
– No soy Manolo, te has equivocado, y no te voy a comprar nada. Ya soy socio del Círculo –dije, escabulléndome-.
– Bueno, hombre, tranquilo –dijo sin dejar de sonreir-. Te habré confundido con un amigo, pero es que eres igual…
Se me quedó mirando hasta que cogí el ascensor. Yo no me atrevía a apartar la vista de las puertas de la cabina, un poco avergonzado de de no haberle dicho que también estaba muy buena –porque el caso es que lo estaba, Ferni- o que se conservaba bien o que…vendía muy bien los libros, no sé, cualquier tontería de esas, que nunca atino a decir en el momento justo. Ya me conoces, siempre he sido muy parado. Pero lo que si sentí, cuando ella se inclinó para darme los dos besos, fue un discreto olor a jabón de Marsella.
Cuando llegué a la oficina, me dijeron que me llamaba el Jefe del Negociado. Me recibió con una sonrisa –para mí- inédita y me explicó que había sido preseleccionado para una comisión de servicio en Viena “un intercambio entre Ayuntamientos, compartir experiencias, formación, nuevos rumbos del urbanismo, y esas cositas…Dietas, indemnización extra por desplazamiento y…bla, bla, bla”. Tú sabes lo que me gusta Viena, casi desde pequeño, y sobre todo desde que leí El Tercer Hombre, ¿te acuerdas, Ferni, cuántas veces hemos visto la película?.
– …entonces, qué le parece, Manuel…o Manolo, ¿cómo prefiere?-
– Pues, verá…es que yo no soy Manuel
– ¿Cómo? ¿No es Vd. Manuel Álvarez Carmona?
– Pues no. Ese es otro compañero, que aprobó unas oposiciones para la Comunidad y se ha incorporado esta semana a su destino en la Consejería de Cultura…
– ¿Está seguro? Tengo que hablar con mi Secretaria, ¡estos de administración se han vuelto a confundir! En fin, una lástima, porque…claro, el puesto era para ese señor, ya sabe Vd. como son estas cosas…
– Sí, claro, claro, muchas gracias en cualquier caso.
“Podría haberle dicho algo, no sé, también yo estoy capacitado, tengo conocimientos de alemán, creo que también tengo el perfil…”. Sentado en mi mesa, me levanté y volví a sentar hasta cuatro veces, antes de correr de nuevo al despacho del Jefe. Pero en la puerta, la Secretaria me detuvo en seco, alzando las cejas.
– Ahora no se le puede molestar
– Será solo un minuto…
– Será mañana. Ahora es imposible
Y aquello fue inapelable, Ferni. Entré en el servicio, y después de usar a conciencia el inodoro –lo había pasado mal en la entrevista, y peor decidiendo si volver o no al despacho- me lavé las manos. En lugar del depósito de gel espumoso, habían puesto jabón que, lógicamente, no era de Marsella. Miré largamente la pastilla, mientras volvía poco a poco en mí. Bien mirado, en el Ayuntamiento no sé estaba tan mal; se estaba muy bien. Además, en Viena hacía mucho frío. Y siempre me quedaría el DVD de El Tercer Hombre; en cuanto a los euros –o los talentos-, eso eran cosas de cuentos, como las hadas madrinas y la varita mágica.
De vuelta a casa, paré en un bar para tomar una manzanilla. Aún me sentía acelerado y no tenía sobrecitos en casa. Sentado en la barra, sentí que me tocaban en el brazo.
– Manuel, hijo, qué alegría verte –una anciana de negro raído me cogía la mano-
– Disculpe señora, pero yo no…-callé al advertir los gestos del camarero, pidiéndome que siguiera la corriente-.
– Tienes que acompañarme a casa, hijo, me he vuelto a perder. Es que casi no veo –sus ojos apenas asomaban tras los cristales multirrayados de sus gafas-. ¿Sabes por qué te he reconocido? Por el olor a jabón de Marsella. Sigues lavando igual, ¿verdad hijo? Anda, vámonos a casa y merendaremos chocolate, ¿eh? Verás que bueno…-. La vieja, temblona, me agarraba con su mano huesusa y helada.. Los restos de su pelo amarillento se pegaban al cráneo en un moño. Mascaba y mascaba con sus encías casi sin dientes, y al hacerlo encogía aún más sus millones de arrugas. Tenía un aire de animal perdido y un olor a cerrado, como de trasto viejo. Aún permaneció un momento con sus ojos empañados mirando al vacío, y luego, sin decir nada, soltó mi mano lentamente y se marchó.
– ¿Vive cerca? –pregunté al barman-.
– Ni idea. Tenía un hijo que sí venía alguna vez, pero murió hace un par de años. Desde entonces, ella aparece alguna vez por aquí…A veces la recogen esos del Samur social…
– Pero, ¿no está en ninguna residencia?
El camarero se encogió de hombros y fue a atender a un cliente. Me acerqué a la salida. La anciana cruzó la calle sin semáforos, y a punto estuvo de ser arrollada por el autobús. Ni siquiera el frenazo y la bocina la hicieron reaccionar. Yo me quedé en la puerta del bar viendo como el bulto de la vieja se perdía, bamboleándose calle abajo, hasta que desapareció de mi vista, metiéndose por una callejuela. Y en ese momento, salí corriendo del bar.
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Te escribo para despedirme, Fernando. La residencia donde llevé al “Hada del Chocolate”, como la llaman, está cogestionada por aquélla ONG que regalaba el jabón de Marsella. Empecé visitándola una tarde a la semana –para tomar chocolate-, y después trabajando como voluntario. También me las he arreglado para liar en el tema a Mónica, la chica del Círculo. Salimos para Vietnam pasado mañana.
Por cierto, han vuelto a ofertar esa comisión de servicio para Viena. Pero ahora, lo único que quiero es llegar a Vietnam y lavar la ropa con jabón de Marsella, pues tengo miedo de que mi vieja, mi hada madrina, no pueda reconocerme a la vuelta.
Se despide de ti con un fuerte abrazo tu hermano,
Manuel
PD: Como el Hada del Chocolote, habrás notado que yo también tengo nuevo nombre. Aunque siempre seremos hermanos, a Manuel le debo algo que yo solo no supe encontrar aquella noche frente al espejo
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