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Posts Tagged ‘Arte’

Si todos los días eran una mierda, aquel, en concreto, empezó como una gran mierda. Mi novia me había dejado, la taza del váter no funcionaba y acababa de acabarme el último cigarrillo. Salí a la terraza a respirar un poco de aire fresco. La luna decoraba los cielos con su luz de neón. Respiré profundamente y miré hacia abajo, hacia los transeúntes que, como hormiguitas, pululaban de un lado para otro. Tiré un lapo. Uno de esos gordos con una prominente cantidad de moco. Después volví a mi cárcel de veinte metros cuadrados y me senté al lado del escritorio. Tenía ganas de escribir, de vomitarlo todo; pero no tenía papel, el último folio lo había utilizado para hacerme un porro. Así que fui al baño, cogí el rollo del papel del váter y volví al escritorio. Entonces comencé a soltar todo rollo. A chorretones. Como una eyaculación precoz. Después, a falta de cigarrillos, me fume un porro hecho con tomillo. La casa comenzó a oler como una jodida cocina y mi cabeza se puso a moverse como un platillo volante. En ese justo momento supe que era el momento de largarme. Necesitaba ramificarme. Extenderme. Como una mancha de aceite. Y, además, lo más importante de todo, tenía que comprar tabaco.

Salí a la calle. Con el rollo de papel en la mano. Como un tío al que un incendio acaba de pillarlo limpiándose el culo. No podía dejarlo en casa. Era demasiado importante. Si lo abandonara se pudriría. Como todas las cosas que no había regado últimamente. Así que deambulé con ello por las calles, por aquel laberinto de cemento, por la ratonera. ¿Adónde ir en una noche sin estrellas? Putas. Alcohol. Amigos. Hacía demasiado frío para andar solo. Además, me dolía el estómago. Y hacía mucho tiempo que ya nadie me llamaba. Tendría que cambiar el rumbo. ¿Pero hacia dónde? Me detuve al lado de un semáforo y esperé a que cambiara de color varias veces. Rojo, verde, amarillo. Verde, amarillo, rojo. Azul. Pero la idea no llegaba. Me senté en una esquina y miré mi rollo de papel. Aquel jodido pergamino de palabras… ¿Qué son las palabras? ¿Semillitas que deja papá dentro de mamá? ¿Cagaditas de una cigüeña? ¿Cuántos poemas había escrito en el último año? ¿Y cuántos siquiera habrían salido del cajón de mi escritorio para dar un paseo hasta otros oídos? Creo que mis palabras eran huérfanas. Nada más. Como pedos de perro que se lleva el viento y que sólo huelen bien a su amo. Pero no. Esta vez sentía que mis palabras eran importantes. Y, lo peor de todo, demasiado largas. Por eso no quería tragármelas en soledad. Quizá por eso me acordé de un amigo. El tripón. El que comía y cagaba con la misma intensidad. ¿Qué me había dicho aquel día de borrachera? Mis ojos se encendieron. ¡Un lugar donde leer literatura! Aquel era el puerto perfecto para desembarcar en una noche sin estrellas. Me paré unos instantes e intenté recordar sus indicaciones. Derecha. Izquierda. Media vuelta. Doble giro. Touche. Sí. Allí estaba. Tan sólo tenía que seguir aquellos pasos imaginarios. No sería difícil. Todo el mundo puede reconocer las huellas de un fantasma.

Bajé la avenida. En el cielo tan sólo estaba la luna, resplandeciente como una puta obsesiva y avara. En la tierra, su fauna. Al doblar la esquina se me acercó un mendigo y me pidió algo de dinero. No gracias, le respondí, y, acto seguido, le pedí un cigarrillo. Después continúe mi camino. La policía cacheaba a un joven con un bate de béisbol. El chico decía que aquello era sólo para jugar. ¿A las tres de la mañana?, preguntó el agente. Es que con la luz del sol no me concentro, respondió el chaval. Mientras, un poco más allá, a unos cincuenta metros, un grupo de sudamericanas con un culo tan grande como el hongo de Hiroshima meneaban sus bolsos y dedicaban piropos a los viandantes. Ven aquí, guapo, cariño. Levantaron la mano y me llamaron. Vamos, cachorrito, acércate. Yo negué con la cabeza. No, preciosas, no; hoy no, esta noche tan sólo tengo una cabeza disponible. Me cambié de acera y me acerqué a la taquilla de un pequeño cine con pinta de abandonado. Pedí a la taquillera un par de cigarrillos.
– Búscate un trabajo, hombre -me chilló ella.
– Pero si yo trabajo, señora –repliqué-. Soy escritor.
– Amigo, un trabajo serio.

Bajé dos calles más. Con mi rollo de papel en la mano. Un tipo se me acercó e intentó quitármelo para limpiarse los mocos. Le dije que me dejase en paz y se limpiara con el puño de la camisa, como hace todo el mundo. El hombre se enfadó. Y me escupió. Después desapareció pidiendo una papelina. Yo continúe bajando. Mirando las letras de aquel papel. Sus formas. Sus trazos. ¿Qué cojones era aquello para mí? ¿Ceniza de algún pensamiento? ¿Humo esmaltado? ¿Detritus no controlado en una noche de verborrea? Pero, sobre todo… ¿Que importancia podría tener aquello para el resto del mundo? ¿Por qué iban a querer oírlo? Me detuve. Miré hacia atrás. Pensé en volver. Lastima que no hubiera plagado el camino con trocitos de pan. Levanté el rostro hacia el cielo. Allí seguía ella. Arrogante y altiva como siempre. Como diciéndote que nadie vale más que ella. No. No podía dejar que venciera. Ya había vencido demasiadas veces. Así que sujeté con fuerza el papel y seguí caminando. Entonces, al final de la calle, lo vi. Sí. Allí estaba. Encerrado entre dos viejos edificios. Iluminado tan sólo por un minúsculo letrero. Sí. Aquel era el jodido bar. El local donde se hacían las lecturas públicas. Y yo, aquella noche, tenía que entrar para prostituirme.

Crucé la puerta. Aquel sitio era rojo. Iluminado por cegadoras luces de burdel. Poco a poco mis ojos fueron acostumbrándose a aquella luz atómica. Entonces eché un vistazo a mi alrededor. No había mucha gente. Un tipo con una enorme nariz. Una chica con el pelo raro. Un melenudo que bebía algo de color de fresa. De repente un tipo alto y calvo se acercó hacia mí. Me dijo que hacía tiempo que no me veía por allí. Yo le respondí que era cierto.
– Nunca antes había estado aquí.
El hombre frunció el ceño y me preguntó si quería tomar algo. Yo le respondí que ya venía borracho de casa.
– Tan sólo quiero un paquete de cigarrillos –añadí.
El seudo hombre, muy gentilmente, marchó a por ellos y me buscó una mesa libre. Yo me apoltroné en mi silla. A lo lejos veía el escenario. Pequeño. Iluminado por focos. Lleno de humo. Con gente sudorosa subiendo y bajando. Todos recitaban sus cuentos, poesías o respiraciones. Y yo los observaba con todo detalle. Mirando de vez en cuando las caras del público. Era curioso. La mujer del pelo raro movía la nariz como un ratón cada vez que alguien pronunciaba la palabra amor. Mientras, el narigón, que tenía un puro en la boca, elevaba el mentón y reía cada vez que alguien se trababa. ¿Y yo? ¿Qué hacía yo entretanto? Estaba tan nervioso que ni siquiera lo sabía.
Regresó el camarero con mi tabaco.
– ¿Ha venido para leer algo esta noche, señor? ¿Quizá algún cuento, un relato corto, el fragmento de alguna novela? -me preguntó con sus ojos de mosca.
– No –respondí-. Nada de eso –me encogí de hombros-. Odio el naturalismo.
– ¿Quizá entonces algún poema?
Asentí con la cabeza. Entonces saqué el rollo de papel de váter de mi bolsillo y miré al tipo fijamente. El hombre me miró tse-tseando. Y apuntó mi nombre en una lista.
– En breve lo llamarán -sentenció.
¿En breve? Repetí yo en mi cabeza. ¿Cuánto dura la brevedad? Estaba cagado como una niña tonta. Intenté tranquilizarme. Aunque no pude. (Supongo que esas son las consecuencias de haber tenido una madre Tauro). No obstante intenté parecer tranquilo para olvidarme de la gente, del público, del auditorio, del jodido lector. Y, sobre todo, de sus críticas. “Esto me ha gustado”. “Pues esto no”. “Creo que eres demasiado personal”. “Lo autobiográfico está pasado de moda”. “Explicas demasiado”. “Sé más críptico”. “¿Por qué no cambias mejor el final?”. La gente siempre tiene la jodida manía de opinar de todo. De tu vida. De tus callos. De la longitud de tu miembro. ¿Para qué? ¿No podéis vivir sin los adjetivos? ¿Estáis así más tranquilos? Imagino que el hombre todavía no está preparado para los viajes al hiper espacio.
Miré mi rollo de papel. Me sequé la frente con él. Algunas letras se movieron de sitio. Entonces escuché mi nombre. Un tipo delgaducho y con gafas lo repetía en el escenario mirando a uno y otro lado. Me levanté. Me abrí paso hacia allá. Y rápidamente, sin mirar atrás, subí a la palestra. Desde allí todo se veía más grande. El hombre me dio un micrófono, una palmadita en la espalda, y desapareció. Yo tomé aire. Carraspeé varias veces. Y saqué un cigarrillo. Lo encendí y le di varias caladas. Hasta que me quemé la punta de los dedos. En ese momento supe que me tocaba mostrar mis entrañas. Mis vísceras. Mi casquería fina. Así que tomé el rollo de papel y comencé a desenrollarlo. Creí marearme. Pero conseguí empezar a leer. Verso a verso les fui contando que yo de pequeño tenía un camión. Un camión sin ruedas. Que lo arrastraba por el pasillo de mi casa. Aunque, en realidad, no tenía casa. Pues, técnicamente, mi casa no tenía paredes. Ya que, cada seis meses, nos mudábamos. También les hablé de mi vida en el colegio. De cómo tirábamos la comida al suelo. De cómo perseguíamos a las niñas para tocarles las tetas. De cómo jugábamos a empujar al cojo de la clase. Y, de esta forma, poco a poco, fui llegando a mis actuales noches sin estrellas. A mi váter sin agua. A la soledad de mi almohada. Hasta que, como en un milagro, descubrí que ya había acabado el final del rollo. Entonces alcé la cabeza y miré al público. La chica del pelo raro meneaba la nariz. El gordo del puro reía. El melenas tenía los labios rojos. ¿Acaso se habían enterado de algo? El de las gafas como peceras se acercó a mí y me pidió que abandonara el escenario. Yo sonreí. Y pedí un aplauso. Pero nadie aplaudió. Me dio igual. Aunque todo siguiera inmóvil, frío, gris, yo, por dentro, ya me sentía distinto. Estaba eufórico. Ya no estaba atemorizado por la fútil grandeza de aquella luna meretriz. No. Ya no. Ya no tenía por qué agachar la cabeza ante ella. Entonces me coloqué enfrente de todos ellos y, muy serio, me bajé los pantalones. Después salí corriendo. No sin antes dejarles de recuerdo un oloroso pedo radioactivo. Pues toda obra de arte siempre lleva una firma. Y yo, por supuesto, no iba a ser menos.

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Arte moderno

La inauguración de una galería. Tres personas alrededor de una peana.
– ¡OH! ¡Observad qué maravilla!-dice el hombre de las gafas de pasta acariciándose la perilla. Sus acompañantes, la chica de la blusa negra y la señora bajita de pelo corto con cara de enfado, inclinan la cabeza hacia el objeto-.
– Sí. ¡Es magnífico!-añade la muchacha dando vueltas alrededor- ¡Me encanta! Ese color tan intenso, tan pasional, tan sugerente y envolvente. Es el color del amor, de la energía, de lo infinito…De lo nuestro, del ello…Pero… ¿Por qué creéis que el artista lo ha pintado de rojo?
Todos fruncen el ceño. La chica levanta un dedo.
– Pues porque el rojo es el color complementario al cian.
El hombre y la mujer asienten con la cabeza.
– Y, así, a través de él, con su opuesto -prosigue la chica- el autor consigue hablarnos de lo cerca que está la muerte, la esencia y la materia, el gin y el yang, lo masculino y lo femenino. ¡Mirad el bermellón, el escarlata, el carmesí! ¡Ese arco iris de tonalidades!-la muchacha se lleva las manos al pecho- ¡Oh! ¡Comprobad qué bien ha sabido captar con ello las frágiles emociones de la vida humana!
– Sí. Es increíble-añade la mujer enjuta acercándose más-. Aunque a mí lo que realmente me gusta es su estructura -alza la cabeza para mirarlo mejor-. La lógica de sus formas me recuerda a la perfección del círculo y a la finitud de la línea. Por eso el autor ha construido un cilindro. Para mostrarnos cómo el mundo, igual que la vida, finalmente, siempre gira sobre sí mismo.
Se lleva los dedos al mentón.
– Esto, irremediablemente -añade la señora- nos hace pensar en el eterno tema del tiempo circular. De los influjos celestes, solares, telúricos. Que siempre convergen en el mismo punto: el centro del universo.
– Pues a mí lo que me cautiva-dice de repente el hombre de las gafas- es su ironía. Su juego entre lo real y lo irreal. Es laudable cómo el genio coquetea con nuestra psicología. Diciéndonos que no somos nada. Que no vamos a ningún sitio. Porque la sociedad, en sí, es inhumana. Por eso el artista utiliza materiales como el hierro. Para representar esa frialdad. Esa indiferencia. Esa agonía de la civilización. ¿Por qué creéis sino que lo ha dejado abierto por ambos lados?
Se produce un breve silencio.
– Pues para hacernos ver que todo, hasta lo más perfecto, tiene sus agujeros negros-puntualiza el tipo- ¿Acaso esta obra no os parece tremendamente original?
En ese momento aparece en la sala un hombre con un mono azul. Se acerca al exhibidor. Aparta a los presentes. Agarra el objeto con las dos manos. Se lo echa al hombro. Y se marcha.

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