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Archive for May 2009

Sabía que no era buena idea salir a correr. Bueno, está claro que estoy un poco pasadito y me sobran un par de kilos, pero es que eso de correr…

Iba con mi chandal de ver televisión los fines de semana y mis zapatillas de deporte sin estrenar. Abrí la puerta de casa y salí al jardín. Hacía un día perfecto. Respiré profundamente y empecé a realizar los ejercicios de calentamiento que he visto hacer a futbolistas y otros deportistas en la tele. Estuve un rato y noté como los músculos quedaban engrasados y dispuestos para empezar la acción. No me lo pensé dos veces y me puse a ello.
¡Qué sensación! Un, dos, un, dos, respira… ¡Ahhh! , corriendo el sábado por la mañana, la naturaleza me lo tenía que agradecer. ¡Qué aire!, casi podía degustarlo.

Pasé la primera manzana y me fijé que de la casa de la esquina salía la vecina de las tetas de ensueño. Metí tripa, saqué pecho, puse mis cejas en posición de héroe espartano y aceleré el paso. ¡Joder, cómo estaba la cabrona!
—Buenos días —dije con la voz más varonil que pude
Ella me miró y sonrió
Como me puso ¡Dioooos!. Nunca creí que fuera posible tener una erección mientras corría, pero me equivoqué. “Bueno, no se nota tanto” pensé. Pero lo cierto es que parecía el jodido Lancelot. Eché el cuerpo un poco hacia delante y parecía menos protuberante. Intenté no pensar en ello y que bajara por sí sola, pero era imposible. Mi mujer estaría contentísima.

Empezaba a reírme con este pensamiento cuando me topé de frente con la familia Trapp clonada al completo. No se porqué me quedé parado. Creo que ellos estaban en shock o algo así, no se apartaban para dejarme pasar. Al contrario, estaban inmóviles en mitad de mi camino, mirando fíjamente mi paquete.
—Mira mamá tiene un bulto —dijo la pequeña
No supe que hacer, de modo que reaccioné huyendo por un camino en el lateral, entre dos chalets. Ni puta idea de adonde me dirigía, pero sortearía obstáculos. Con el susto se me había bajado toda la ‘moral’ y empezaba a sentirme un poco cansado. Además un músculo de la pierna, el ‘comosellame’, empezó a molestarme un poco. Bajé el ritmo de carrera.

Había salido a una calle que no estaba asfaltada, era un camino de tierra y pequeñas piedrecitas que podía sentir a través de mis zapatillas. Seguí unos pasos más y me paré cerca de un árbol al lado del camino. Estaba a punto de estallar. Me bajé el chandal y empecé a echar una de esas interminables meadas campestres, de las que te unen más con la naturaleza. Me recordó a mi infancia y me relajé. Sabía que quedaba un rato de meada cuando empecé a oírlos. Primero más lejos, pero se acercaban rápidamente. Forcé el chorro para intentar terminar a tiempo pero no calculé bien, los perros ya estaban aquí. Miré hacia atrás y ví como se abalanzaban hacia mi con esas bocas de mil dientes. Me subí el pantalón y salí corriendo como alma que lleva el diablo mientras seguía haciendo pis entre zancada y zancada. Mi chandal lila ahora tenía un surco característico color morado-saladino en la entrepierna.
Los perros se habían excitado con la idea de la caza de un dominguero gordo y creo que corrían más rápido. El corazón, acelerado como un quinceañero en la ruta de Valencia, me llamaba hijoputa tres veces por latido. Debí batir algún record de velocidad en la distancia desde la meada hasta la valla de la casa más cercana, que por cierto no recuerdo haber trepado. Puede que se tratara del primer caso de teleportación, porque en milésimas de segundo había una valla entre los perros caníbales y yo. Intenté recobrar la respiración y que el corazón, que parecía haberse instalado en mis sienes, bajara de mi cabeza y volviera a su sitio.

Apoyé las manos sobre mis rodillas resoplando y me di cuenta de que estaba empapado. “Mierda” pensé. Estiré de la cintura elástica del pantalón para que entrara un poco de aire y se secara, pero estaba demasiado húmedo. Empecé a sacudir el pantalón para acelerar el proceso. Miré alrededor, no sabía donde estaba. Me asomé al lateral de la casa mientras aireaba el pantalón. Entonces ví a la vecina de las lombardas galácticas regando las plantas. ¡Estaba tremenda!
—¿Está buena, eh?—escuché detrás de mí
—Siiiii —me salió automáticamente, mientras daba ritmillo al elástico
—¡Hijodeputa!
Me giré y ví un tipo con un arma. Debía tratarse del marido, creo que es policía
—Meneándotela en mi jardín. Delante de mi mujer —gritó apuntándome
Y disparó. La bala pasó a un palmo de mi culo. Corriendo como un cobarde salí de allí lo más rápido que pude, escapando de ese loco.

Llegué a casa destrozado, meado, disparado y excitado. ¡Joder!, hacía muchos años que no me sentía tan vivo.

Mi mujer se hacía cruces cuando vio las pintas que traía
—María, no preguntes —dije yendo a la ducha y la amenacé sexualmente —, pero te vas a enterar cuando salga

perrolluvia

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Mañana me levantaré y haré las cosas que hago antes de ir a trabajar. Iré al baño y me ducharé. Luego me vestiré y saldré a trabajar. Por el camino compraré un diario y desayunaré un pastel de hongos y un zumo de pera mientras leo.

Cuando llegue a la oficina, puede que vea o no a la preciosa presidenta de la empresa. No me acuerdo. Normalmente siempre la veo, así que es posible que también la haya visto mañana. Subiré por las escaleras de dos en dos y tropezaré haciéndome mucho daño en el tobillo. Esto será crucial para que más tarde, mañana, muera.

Trabajaré rápido pero con muchos errores, ya que el tobillo me arderá por dentro. Probablemente tendré un esguince. Me pregunto qué consecuencias tendría el que me cure ahora, hoy, un tobillo que me lesionaré mañana. Eso no es nada comparado con las consecuencias que tendrá que no muera mañana.

Cuando salga del trabajo iré a comer a St.Suitton. Allí hacen un can al cilantro con nabo y nuez delicioso. Beberé vino de arroz y me pasaré un poquito. Es curioso que hoy tenga resaca, parece como si la consecuencia acompañara a su creador.  Saldré del bistró iré a cruzar la calle, miraré por el carril contrario al del tráfico, estilo “maldición del Inglés errante” y no veré el autobús que se me echará encima. Intentaré esquivarlo pero me fallará el pié lesionado y moriré atropellado.

Llevo un rato pensando qué hacer y cómo enfrentarme a ello. He decidido que si la consecuencia me persigue, lo más probable es que se desencadenen una serie de bucles sin salida posible. No hay un catalizador de consecuencias para lo que hago. La única posibilidad es finalizar mi vida aquí y ahora; así no podré morir mañana. De modo que termino conmigo ahora mismo.

¿THE END?

¿epílogo?

No lo recordaba, pero ayer es un día precioso. Ayer será un gran día

perrolluvia

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Soy vigilante nocturno en el hotel Norte, situado en la estación del mismo nombre. Paso las horas muertas en la recepción, a ratos de pie, a ratos sentado tras el mostrador, junto a los empleados del turno de noche. Para pasar el tiempo, nos gusta observar a la gente que entra, y jugamos a adivinar a qué se dedica cada uno. Hace un par de meses, apareció por la puerta alguien que enseguida me resultó familiar. A veces conoces a un tipo, pero no sabes de qué, sobre todo cuando le ves fuera del contexto habitual. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que era mi médico de cabecera, pues, por desgracia, le visito más de lo que me gustaría. Serían las dos de la madrugada, no llevaba equipaje y le acompañaba una mujer que no estaba nada mal. Su actitud me llamó la atención, parecían desconcertados, despistados o quizás tremendamente tímidos. Cuando a esas horas llega una pareja sin maletas, mi compañero de la recepción les hace pagar en el momento, sin esperar a que abandonen el hotel, como sería lo normal. La mujer hizo una mueca de asombro, y a la vez se puso roja como un tomate, mientras su acompañante sacaba la cartera. Hasta lo que yo sabía, el matasanos estaba felizmente casado, tenía dos niños y llevaba una vida vulgar y corriente. Pero, después de ver aquello, comencé a pensar que el señor doctor quizás escondía un secreto. Menos mal que él no se fijó demasiado en mí, y no pareció reconocerme, porque hubiera sido una situación un tanto embarazosa para los dos. Cuando se metieron en el ascensor para subir a su habitación, empezamos a especular si sería su amante habitual o si tendría una colección de ellas. Yo aposté por lo primero, pues me costaba ver a mi médico como un don Juan desenfrenado.

Olvidé el asunto con el día a día, hasta el mes siguiente, que los vi por la calle agarrados de la mano y muy acarameladitos, cuando yo volvía del videoclub. Me giré hacia un escaparte para que no me vieran la cara, y les seguí disimuladamente con la mirada, hasta que torcieron por la siguiente esquina. Tuve tentaciones de ir tras ellos, por mi innata naturaleza de observador, que no de cotilla, pero me estaban esperando en casa para ver la peli que acababa de alquilar, y no tuve más remedio que frenar mis instintos de detective.

Poco después tuve que acercarme al ambulatorio a por las recetas que necesito mensualmente. Fui temprano, antes de que empezase la frenética actividad normal del lugar y, cuando estaba esperando a que me llamara la enfermera, vi aparecer a aquella misma mujer por la puerta. Esta vez caminaba sonriente y segura, y me quedé perplejo. La cosa era más grave de lo que yo pensaba. Levantó la cabeza a modo de saludo hacia el mostrador de la entrada y avanzó directa hasta la consulta donde estaba él. Entró, y a los pocos minutos salió con cierta prisa hacia la calle, mientras yo no dejaba de mirarla con cara de asombro. ¿Iba a visitarle descaradamente a su trabajo? Conseguí mis recetas y me marché a casa lleno de curiosidad, rumiando aquel asunto.

La semana pasada tuve que volver a la consulta de la enfermera para que me tomara la tensión. Soy hipertenso y tengo que hacerme controles regulares, no me vaya a dar un patatús. No se me había olvidado el asunto de mi médico y su amante, pero no imaginaba que volvería a coincidir con ella otra vez. Cuando entré en el ambulatorio, ella estaba charlando en el vestíbulo con un colega de su amante. Entonces pensé que quizás ya fuera algo oficial y el doctor estaba a punto de abandonar su anterior vida, sin necesidad del anonimato que da la noche en un hotel. Pensé en su mujer y sentí lástima por ella y por sus hijos. Si esa mujer estaba allí tan campante, debía ser ya vox populi que era la amante con mayúsculas. Antes de atenderme, la enfermera habló con aquella mujer muy cordialmente, como si tuviera confianza con ella. Al parecer, la cosa iba en serio.

Yo tenía razón, si hubiéramos apostado de verdad, yo ganaría un dinerito. No sólo era la amante habitual, sino que además estaba claro que iba a ser su nueva mujer, por la naturalidad con la que se desenvolvía entre los compañeros de trabajo de él. No pude dejar de lado mi necesidad de observar y controlarlo todo, juro que no es cotilleo, y, cuando la mujer entró en la consulta para encontrarse con él, me acerqué a la enfermera y le pregunté descaradamente si el doctor se había separado de su mujer. Ella me miró muy asombrada y me preguntó que a qué venía eso. Yo también tenía ya alguna confianza con aquella enfermera que me había visto el culo unas cuantas veces, así que le conté todas mis conjeturas a raíz de lo que vi aquella noche de hacía dos meses en el hotel Norte. Se echó a reír con ganas y me sentí un poco ridículo. No entendía qué le hacía tanta gracia, pues a mí me parecía un asunto muy serio. Al parecer, se apiadó de mí y de mi ignorancia sobre todo aquel asunto y, aunque recalcó que no me concernía en absoluto, quiso contarme algo que quizás no le gustase mucho al señor doctor que se supiera por ahí.

Y comenzó su relato…Me explicó que una mañana, el médico llegó muy cabreado al trabajo y contó lo que le había sucedido la noche anterior. Volvían algo tarde de una fiesta familiar y su hijo pequeño se quedó dormido en el coche. El garaje lo tienen a más de cinco minutos de su casa, con lo que él y su mujer  — ¿Su mujer? — pregunté. — Sí, su mujer, calla y escucha — me dijo ella. Pues él y su mujer decidieron dejar primero a los niños y luego ir a aparcar. Tuvieron que despertarle para subir a casa y el niño pilló tal rebote, que les echó la cadena por dentro, de forma que cuando regresaron del aparcamiento no podían entrar. Llamaron y llamaron al timbre y por teléfono, para que los niños les abrieran la puerta, pero no había manera. El hijo mayor se había dormido enseguida y no oía las llamadas, y al pequeño se le debió pasar la rabieta en cuanto hizo su trastada, y también se fue a la cama. Después de más de una hora de intentar que les abrieran, decidieron ir a un hotel a descansar un poco, antes de volver a casa temprano para volver a insistir. Hasta entonces, todavía no les habían dejado nunca solos por la noche, y eso les tenía preocupados. No tenían ni idea de a qué hotel ir, pues en Madrid nunca habían pasado la noche en uno, así que se acordaron del de la estación y allí se presentaron a las dos de la madrugada y sin maletas. Pasaron algo de bochorno porque les hicieron pagar por adelantado, con lo que supusieron que el recepcionista pensó algo que no era. Apenas pudieron dormir, y muy temprano salieron de allí para volver a casa cuanto antes. Ya se podía entrar, pues el hijo mayor acabó despertándose, aunque ya tarde, y oyó los insistentes mensajes en el contestador, por lo que quitó la cadena. Cuando fueron corriendo a la habitación, los dos dormían plácidamente y todo estaba bien.

Y eso era todo. La enfermera se cachondeó de mí y de mi mente calenturienta. Reímos un buen rato, mientras me tomaba la tensión, y no tuve más remedio que reconocer que mi instinto de detective era una mierda. Pero la verdad es que aquella misma noche seguí jugando con mis compañeros a nuestro juego favorito, en cuanto entró por la puerta del hotel un señor con bombín y un maletín en la mano. Eso sí que no era nada normal.

Noviembre 2008

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Antonio como todas las mañanas al levantarse va al cuarto de baño, se lava la cara y mientras se seca se mira al espejo. Pero esa mañana se lleva una sorpresa desagradable. Su cara ha cambiado; ya no es la misma que la del día anterior: su nariz es mas ancha, los ojos han cambiado de color, el pelo tiene mas canas. Al principio piensa que aun está un poco dormido, pero no. Esta despierto, sin duda. Vuelve a mirarse después de restregarse los ojos y se convence de que efectivamente su cara ha cambiado

_’’Esto no puede ser, es imposible. Esto solo ocurre en las películas’’. Se pregunta que hacer, quizás dentro de un rato vuelva a tener la misma cara. Decide no comentarle nada a Ana, su mujer, que duerme tranquilamente. Se viste y se va a la Oficina.

Al llegar un Guarda de Seguridad le pregunta que a donde va.

-‘’¿Cómo que a donde voy?,pues como todos los días, a mi despacho a trabajar

-Perdón pero no le conozco- responde el guarda de Seguridad.

-Joder Pedro, como que no me conoces, si me ves todos los días entrar. Soy Antonio Ar gote. Toma mi carnet.

Aprovechando que pasa por allí su amigo Jesus, le dice: ’’Oye Jesus dice Pedro que no me conoce. Dile quien soy yo.

Perdone, pero no lo conozco

-‘’¿Cómo que no me conoces Jesus?, si desayunamos todos los días juntos. ¿es que crees que me he vuelto loco?. Soy Antonio Argote.

-Perdone pero Antonio es más joven y tiene otra cara. En la voz si le parece,pero no, usted no es Antonio.

-Jesus, que soy Antonio, lo que ocurre es que me ha cambiado la cara. Te lo juro

-Perdone pero tengo prisa, ya tendría que estar en mi despacho.

El guarda de Seguridad le devuelve el carnet y le dice que no le puede dejar entrar. Antonio se va pensativo y después de darle muchas vueltas al asunto decide que lo mejor es irse a casa y contarle todo a Ana, su mujer. Ella seguro que lo reconoce.

Al llegar a casa entra con sigilo pues igual Ana sigue durmiendo. Pero al llegar al salón se encuentra con esta que se asusta al verle

-Oiga ¿Quién es usted?¿que hace en mi casa?.

-Ana que soy yo, Antonio- le dice mientras se acerca a ella.

-Por favor vayase y no se acerque más

-Pero Ana ‘’¿es que no me conoces?, soy Antonio, tu marido

-‘’Mi marido es más guapo y más joven que usted. Si no se va inmediatamente llamo a la Policia’’

-Ana que soy Antonio, lo que ocurre es que esta noche me ha cambiado la cara y parezco otro. Creeme, te lo juro.

Ana se dirige al teléfono con intención de llamar a la Policia

-‘’Esta bien, esta bien, me voy. Algun dia entenderás lo que me ha ocurrido’’- dice Antonio con resignación.

Durante el resto de la mañana se dedica a pasear sin ton ni son, mirándose en cada escaparate con la ilusión de que igual que le ha cambiado la cara en algún momento vuelva a tener la misma que antes. Para hacer tiempo se mete en el primer cine que encuentra. A la salida, después de dar un paseo decide buscar un hotel para pasar la noche pues ha descartado irse a dormir a casa de algún conocido pues nadie lo reconocería.

-Deseo una habitación individual.

-‘’¿Para cuantas noches?, le pregunta el recepcionista.

-No sé, en principio una.

-‘’¿Me deja su carnet de identidad?’’.

Al comprobar el recepcionista que la cara del carnet no es la misma,le dice que no puede darle una habitación. Antonio le explica lo que le ha ocurrido sin hacerse muchas ilusiones.

-‘’Lo siento pero me es imposible, comprenda que si ocurre cualquier accidente o pasa algo yo puedo tener problemas porque ¿Quién se va a creer lo de la cara?.

Antonio después de recoger su carnet se va a la calle, pasea de un lado para otro. Entra en un bar y se toma dos gin-tonics; mientras no para de pensar en la situación tan absurda en la que se encuentra. Sale del bar y después de pasear se sienta en un banco a descansar, al rato como le entra sueño se tumba con intención de dormir. Cuando está dormido alguien lo despierta.

-‘’Por favor su documentación’’.

-Antonio al ver al policía se teme lo peor. Despues de entrgarle el carnet y de explicarle lo del cambio de su cara, el policía le dice que le acompañe a la Comisaria, Y allí que explique lo de tener el carnet de identidad de otra persona y que pensaba hacer con él.

-‘’Oiga que lo mi cara es cierto y ese es mi carnet, yo no soy ningún delincuente, ni estoy loco, creame ‘’

-Si eso dicen todos, venga suba con nosotros al coche.

Suena el despertador y Antonio mira a su lado donde se encuentra Ana durmiendo. Se va al cuarto de baño rápidamente y al mirarse el el espejo grita’’ Soy yo,Soy yo’´.

-Ana que se ha despertado al oir los gritos le pregunta: ¿te pasa algo Antonio?¿estás bien?.

-‘’Que soy yo, que soy yo, Ana, el de antes’’

-Ana se levanta y va al cuarto de baño. Antonio al verla le pregunta: ¿usted quien es?

-Soy yo, Ana, tu mujer.

Tomas Sanchez-Maroto Noblejas

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La chica perfecta

Love, love, love. Amor, amor, amor. Tú eres la primera, la última, la única. Canta el bueno de Barry White mientras Jaime permanece acodado en la barra de la discoteca. Sus palabras se derraman por la sala como chocolate fundido. Acariciando los cuerpos prietos. Jaime agarra su copa. Da un buen trago. Y lanza una mirada hacia la esquina. Sí. Acaba de verla. Al otro lado de la sala. Entre vestidos de flores, pantalones de campana y chaquetas blancas. Se coloca su tupé. Ella también lo ha visto. La muchacha acerca los labios a la pajita de su copa. Aprieta suavemente la caña. Traga. Y se repasa los bordes de la boca con la lengua. Eres la respuesta a mis sueños, deja caer la voz aterciopelada de Barry mientras la bola de cristal sigue girando. Colores. Olores. Sabores. Él la mira de nuevo. Sí. Allí está. Respirando el mismo aire caliente que él. Ella se apoya en el altavoz. Ahora sus rizos se mueven al ritmo de la música. Sus piernas, largas como un trombón, están empapadas en sudor. Jaime da otro trago a su copa. Se desabrocha la camisa. Se sube el cuello, en plan macarra. Ella coloca uno de los tirantes de su camiseta. Oh, sí, nena, nena, eres la única, todo para mí. Los sonidos los envuelven como plumas en una pelea de almohadas. Ella sonríe. Él se pasa la mano por la frente. La chica se acerca a la pista de baile. Cruza las piernas. Dobla las rodillas. Y comienza a moverse como una serpiente. Él se limpia la punta de los zapatos en la pernera del pantalón, se ajusta el cinturón y entra lanzado en la pista. Camina hacia ella. Meneando el torso. Hasta llegar a su lado. Sus cuerpos se juntan. Ahora sólo se escucha la respiración del otro. Sí. Las pestañas de ella se deslizan por la mejilla de él. Ella lo rodea con sus brazos. Él acaricia los hombros de caramelo de ella. La agarra por la cintura. Tú eres la primera, la última, la única. Jaime alarga su brazo y desliza su mano por debajo de su camiseta. Rozando con la punta de los dedos su espalda. Sí. Un regusto picante en la yema. Ella aprieta su torso contra el de él. Él se acerca a su cuello. La huele. Huele a horas entre las sábanas. A sudor. A lujuria. Ella lo roza con su lengua. Jaime, jadeante, acerca su rodilla a la entrepierna de la chica. Empuja. Ella lo araña como una gatita. Jaime empuja más y más. Y baja la mano. Y la cuela por debajo de la falda. Y…En ese momento se queda pálido como un fantasma. Ella alza la cabeza y sonríe.
– Cariño, las chicas perfectas no existen…

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Si todos los días eran una mierda, aquel, en concreto, empezó como una gran mierda. Mi novia me había dejado, la taza del váter no funcionaba y acababa de acabarme el último cigarrillo. Salí a la terraza a respirar un poco de aire fresco. La luna decoraba los cielos con su luz de neón. Respiré profundamente y miré hacia abajo, hacia los transeúntes que, como hormiguitas, pululaban de un lado para otro. Tiré un lapo. Uno de esos gordos con una prominente cantidad de moco. Después volví a mi cárcel de veinte metros cuadrados y me senté al lado del escritorio. Tenía ganas de escribir, de vomitarlo todo; pero no tenía papel, el último folio lo había utilizado para hacerme un porro. Así que fui al baño, cogí el rollo del papel del váter y volví al escritorio. Entonces comencé a soltar todo rollo. A chorretones. Como una eyaculación precoz. Después, a falta de cigarrillos, me fume un porro hecho con tomillo. La casa comenzó a oler como una jodida cocina y mi cabeza se puso a moverse como un platillo volante. En ese justo momento supe que era el momento de largarme. Necesitaba ramificarme. Extenderme. Como una mancha de aceite. Y, además, lo más importante de todo, tenía que comprar tabaco.

Salí a la calle. Con el rollo de papel en la mano. Como un tío al que un incendio acaba de pillarlo limpiándose el culo. No podía dejarlo en casa. Era demasiado importante. Si lo abandonara se pudriría. Como todas las cosas que no había regado últimamente. Así que deambulé con ello por las calles, por aquel laberinto de cemento, por la ratonera. ¿Adónde ir en una noche sin estrellas? Putas. Alcohol. Amigos. Hacía demasiado frío para andar solo. Además, me dolía el estómago. Y hacía mucho tiempo que ya nadie me llamaba. Tendría que cambiar el rumbo. ¿Pero hacia dónde? Me detuve al lado de un semáforo y esperé a que cambiara de color varias veces. Rojo, verde, amarillo. Verde, amarillo, rojo. Azul. Pero la idea no llegaba. Me senté en una esquina y miré mi rollo de papel. Aquel jodido pergamino de palabras… ¿Qué son las palabras? ¿Semillitas que deja papá dentro de mamá? ¿Cagaditas de una cigüeña? ¿Cuántos poemas había escrito en el último año? ¿Y cuántos siquiera habrían salido del cajón de mi escritorio para dar un paseo hasta otros oídos? Creo que mis palabras eran huérfanas. Nada más. Como pedos de perro que se lleva el viento y que sólo huelen bien a su amo. Pero no. Esta vez sentía que mis palabras eran importantes. Y, lo peor de todo, demasiado largas. Por eso no quería tragármelas en soledad. Quizá por eso me acordé de un amigo. El tripón. El que comía y cagaba con la misma intensidad. ¿Qué me había dicho aquel día de borrachera? Mis ojos se encendieron. ¡Un lugar donde leer literatura! Aquel era el puerto perfecto para desembarcar en una noche sin estrellas. Me paré unos instantes e intenté recordar sus indicaciones. Derecha. Izquierda. Media vuelta. Doble giro. Touche. Sí. Allí estaba. Tan sólo tenía que seguir aquellos pasos imaginarios. No sería difícil. Todo el mundo puede reconocer las huellas de un fantasma.

Bajé la avenida. En el cielo tan sólo estaba la luna, resplandeciente como una puta obsesiva y avara. En la tierra, su fauna. Al doblar la esquina se me acercó un mendigo y me pidió algo de dinero. No gracias, le respondí, y, acto seguido, le pedí un cigarrillo. Después continúe mi camino. La policía cacheaba a un joven con un bate de béisbol. El chico decía que aquello era sólo para jugar. ¿A las tres de la mañana?, preguntó el agente. Es que con la luz del sol no me concentro, respondió el chaval. Mientras, un poco más allá, a unos cincuenta metros, un grupo de sudamericanas con un culo tan grande como el hongo de Hiroshima meneaban sus bolsos y dedicaban piropos a los viandantes. Ven aquí, guapo, cariño. Levantaron la mano y me llamaron. Vamos, cachorrito, acércate. Yo negué con la cabeza. No, preciosas, no; hoy no, esta noche tan sólo tengo una cabeza disponible. Me cambié de acera y me acerqué a la taquilla de un pequeño cine con pinta de abandonado. Pedí a la taquillera un par de cigarrillos.
– Búscate un trabajo, hombre -me chilló ella.
– Pero si yo trabajo, señora –repliqué-. Soy escritor.
– Amigo, un trabajo serio.

Bajé dos calles más. Con mi rollo de papel en la mano. Un tipo se me acercó e intentó quitármelo para limpiarse los mocos. Le dije que me dejase en paz y se limpiara con el puño de la camisa, como hace todo el mundo. El hombre se enfadó. Y me escupió. Después desapareció pidiendo una papelina. Yo continúe bajando. Mirando las letras de aquel papel. Sus formas. Sus trazos. ¿Qué cojones era aquello para mí? ¿Ceniza de algún pensamiento? ¿Humo esmaltado? ¿Detritus no controlado en una noche de verborrea? Pero, sobre todo… ¿Que importancia podría tener aquello para el resto del mundo? ¿Por qué iban a querer oírlo? Me detuve. Miré hacia atrás. Pensé en volver. Lastima que no hubiera plagado el camino con trocitos de pan. Levanté el rostro hacia el cielo. Allí seguía ella. Arrogante y altiva como siempre. Como diciéndote que nadie vale más que ella. No. No podía dejar que venciera. Ya había vencido demasiadas veces. Así que sujeté con fuerza el papel y seguí caminando. Entonces, al final de la calle, lo vi. Sí. Allí estaba. Encerrado entre dos viejos edificios. Iluminado tan sólo por un minúsculo letrero. Sí. Aquel era el jodido bar. El local donde se hacían las lecturas públicas. Y yo, aquella noche, tenía que entrar para prostituirme.

Crucé la puerta. Aquel sitio era rojo. Iluminado por cegadoras luces de burdel. Poco a poco mis ojos fueron acostumbrándose a aquella luz atómica. Entonces eché un vistazo a mi alrededor. No había mucha gente. Un tipo con una enorme nariz. Una chica con el pelo raro. Un melenudo que bebía algo de color de fresa. De repente un tipo alto y calvo se acercó hacia mí. Me dijo que hacía tiempo que no me veía por allí. Yo le respondí que era cierto.
– Nunca antes había estado aquí.
El hombre frunció el ceño y me preguntó si quería tomar algo. Yo le respondí que ya venía borracho de casa.
– Tan sólo quiero un paquete de cigarrillos –añadí.
El seudo hombre, muy gentilmente, marchó a por ellos y me buscó una mesa libre. Yo me apoltroné en mi silla. A lo lejos veía el escenario. Pequeño. Iluminado por focos. Lleno de humo. Con gente sudorosa subiendo y bajando. Todos recitaban sus cuentos, poesías o respiraciones. Y yo los observaba con todo detalle. Mirando de vez en cuando las caras del público. Era curioso. La mujer del pelo raro movía la nariz como un ratón cada vez que alguien pronunciaba la palabra amor. Mientras, el narigón, que tenía un puro en la boca, elevaba el mentón y reía cada vez que alguien se trababa. ¿Y yo? ¿Qué hacía yo entretanto? Estaba tan nervioso que ni siquiera lo sabía.
Regresó el camarero con mi tabaco.
– ¿Ha venido para leer algo esta noche, señor? ¿Quizá algún cuento, un relato corto, el fragmento de alguna novela? -me preguntó con sus ojos de mosca.
– No –respondí-. Nada de eso –me encogí de hombros-. Odio el naturalismo.
– ¿Quizá entonces algún poema?
Asentí con la cabeza. Entonces saqué el rollo de papel de váter de mi bolsillo y miré al tipo fijamente. El hombre me miró tse-tseando. Y apuntó mi nombre en una lista.
– En breve lo llamarán -sentenció.
¿En breve? Repetí yo en mi cabeza. ¿Cuánto dura la brevedad? Estaba cagado como una niña tonta. Intenté tranquilizarme. Aunque no pude. (Supongo que esas son las consecuencias de haber tenido una madre Tauro). No obstante intenté parecer tranquilo para olvidarme de la gente, del público, del auditorio, del jodido lector. Y, sobre todo, de sus críticas. “Esto me ha gustado”. “Pues esto no”. “Creo que eres demasiado personal”. “Lo autobiográfico está pasado de moda”. “Explicas demasiado”. “Sé más críptico”. “¿Por qué no cambias mejor el final?”. La gente siempre tiene la jodida manía de opinar de todo. De tu vida. De tus callos. De la longitud de tu miembro. ¿Para qué? ¿No podéis vivir sin los adjetivos? ¿Estáis así más tranquilos? Imagino que el hombre todavía no está preparado para los viajes al hiper espacio.
Miré mi rollo de papel. Me sequé la frente con él. Algunas letras se movieron de sitio. Entonces escuché mi nombre. Un tipo delgaducho y con gafas lo repetía en el escenario mirando a uno y otro lado. Me levanté. Me abrí paso hacia allá. Y rápidamente, sin mirar atrás, subí a la palestra. Desde allí todo se veía más grande. El hombre me dio un micrófono, una palmadita en la espalda, y desapareció. Yo tomé aire. Carraspeé varias veces. Y saqué un cigarrillo. Lo encendí y le di varias caladas. Hasta que me quemé la punta de los dedos. En ese momento supe que me tocaba mostrar mis entrañas. Mis vísceras. Mi casquería fina. Así que tomé el rollo de papel y comencé a desenrollarlo. Creí marearme. Pero conseguí empezar a leer. Verso a verso les fui contando que yo de pequeño tenía un camión. Un camión sin ruedas. Que lo arrastraba por el pasillo de mi casa. Aunque, en realidad, no tenía casa. Pues, técnicamente, mi casa no tenía paredes. Ya que, cada seis meses, nos mudábamos. También les hablé de mi vida en el colegio. De cómo tirábamos la comida al suelo. De cómo perseguíamos a las niñas para tocarles las tetas. De cómo jugábamos a empujar al cojo de la clase. Y, de esta forma, poco a poco, fui llegando a mis actuales noches sin estrellas. A mi váter sin agua. A la soledad de mi almohada. Hasta que, como en un milagro, descubrí que ya había acabado el final del rollo. Entonces alcé la cabeza y miré al público. La chica del pelo raro meneaba la nariz. El gordo del puro reía. El melenas tenía los labios rojos. ¿Acaso se habían enterado de algo? El de las gafas como peceras se acercó a mí y me pidió que abandonara el escenario. Yo sonreí. Y pedí un aplauso. Pero nadie aplaudió. Me dio igual. Aunque todo siguiera inmóvil, frío, gris, yo, por dentro, ya me sentía distinto. Estaba eufórico. Ya no estaba atemorizado por la fútil grandeza de aquella luna meretriz. No. Ya no. Ya no tenía por qué agachar la cabeza ante ella. Entonces me coloqué enfrente de todos ellos y, muy serio, me bajé los pantalones. Después salí corriendo. No sin antes dejarles de recuerdo un oloroso pedo radioactivo. Pues toda obra de arte siempre lleva una firma. Y yo, por supuesto, no iba a ser menos.

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Llaman a la puerta. La dueña de la casa, una mujer mayor de unos setenta años, se levanta del sofá del salón y camina hacia el vestíbulo. Abre. Al otro lado de la madera hay dos muchachos. Uno lleva un jersey negro con estrellas de colores. El otro viste una sudadera blanca con capucha y un pantalón de chándal con rayas a los lados. Los dos calzan zapatillas deportivas de marca.
– Hola –dice el chico del jersey.
– Hola –responde la mujer sorprendida.
– Es que se nos ha colado la pelota en la parte de atrás de su jardín –añade el chico de las estrellas.
La mujer los observa detenidamente. Levanta la mano.
– Voy a mirar. Esperarme aquí.
El chico del jersey esboza una sonrisa. Lleva aparato dental. Con brakers transparentes.
La mujer se da media vuelta, recorre la entrada, cruza el salón y, tras abrir la puerta corredera de cristal que da al patio, lanza una ojeada por el jardín. Da un par de vueltas por allí. Mira al lado de las arizónicas. Entre los pensamientos. Y regresa al vestíbulo.
Ahora el chico del jersey está dentro de la casa, toqueteando las fotografías que la mujer tiene en el mueblecito de la entrada.
– Ahí detrás no hay nada –dice la anciana.
El chico del aparato señala una de las fotografías.
– ¿Quiénes son?
– Mis hijos –responde la señora.
La mujer mira a su alrededor. Frunce el ceño.
– ¿Y tu amigo? –exclama al no ver al otro muchacho.
– Ha ido al baño.
La anciana ladea la cabeza hacia la puerta que hay al final del pasillo. De repente esta se abre. Aparece el chico de la capucha con un cepillo eléctrico entre las manos.
– Ey, tío, mira cómo mola esto.
El chico le da al botón de encendido. El cabezal comienza a dar vueltas.
– Será mejor que os marchéis ya –añade la señora-. Mi marido está a punto de llegar.
El del chándal deja el cepillo en su sitio y cierra la puerta del baño. La señora se aparta a un lado y deja el camino hacia la puerta libre. Los dos muchachos examinan a la mujer con la mirada. El chaval del jersey se acerca hacia ella. La mujer gira sobre sus chinelas. Toma aire. Agita las manos.
– Venga, muchachos, vamos, marchaos ya.
La señora se mueve hacia la puerta. Pero el chico la empuja hacia atrás. El del chándal se aproxima también.
– Mi marido está a punto de llegar y… -dice la mujer.
– Su marido no va a venir –suelta el del jersey, cerrando la puerta de la entrada-. Usted no tiene marido
– ¿Por qué no nos vamos a ver la tele un rato, abuela? –dice el de la capucha.
– Sí. Vamos al salón –añade el del jersey con voz grave.
– ¿Pero qué demonios os habéis creído? –farfulla la mujer arqueando los labios.
El chico del aparato dental atiza una bofetada en la cara. La anciana se echa hacia atrás.
– ¡Pero qué haces! –exclama furiosa.
El de la sudadera la agarra por los hombros. La aprieta el cuello. Sonríe. Y la empuja contra la pared.
– Vamos. No pongas las cosas más feas.
La mujer se revuelve. Pero el muchacho la agarra por el cuello.
– Anda si no quieres que te rompa el pescuezo –añade el chico con la cara roja.
La señora se da media vuelta y camina hacia el salón. Los tres entran en el cuarto. Los chicos le indican a la dueña que se siente en el sofá. Esta se sienta. El muchacho del aparato agarra el mando a distancia. Pone la MTV.
– ¿Has visto este video? –añade girándose hacia su compañero-. Es la polla.
El chico de la capucha da varias vueltas por el salón. Removiéndolo todo. Tira varios libros al suelo. Abre todos los cajones. Saca una pitillera de plata. Se la guarda en el bolsillo. Después sale del salón. El del jersey se queda con la mujer. La observa en silencio. Enseguida regresa el del chándal.
– ¡Ey! Mira lo que he encontrado, tío.
Levanta una especie de calzón.
– Vaya, vaya –añade el del jersey-.
Los dos chicos se echan a reír. El de la ropa deportiva empieza a hacer muecas a la señora mayor. Imitando a un gorila.
La mujer se gira hacia ellos.
– Por favor, coged lo que queráis y marcharos.
El del chándal vuelve a dar vueltas por la habitación. Abre el bolso de la anciana. Lo lanza contra el suelo. Caen las llaves, el monedero, varias monedas sueltas. El muchacho aparta todo con el píe. Después rebusca en los armarios del cuarto. Investiga bajo los muebles.
– ¿Queréis dinero? Tengo dinero–prosigue la vieja-. Os daré lo que queráis.
La señora se levanta del sofá e intenta acercarse al bolso. En su camino se cruza el muchacho del jersey. La detiene con la mano. La echa hacia atrás. Resopla.
– Siéntate –reza muy serio.
– Os daré lo que queráis –suplica la mujer con los ojos vidriosos-. Prometo no denunciaros.
– ¡Siéntate!
– Tengo dinero en el bolso. Tomadlo todo. Todo.
– ¡Qué te sientes! ¡Coño!
El chico empuja a la mujer y esta cae de espaldas en el sofá. Rápidamente intenta agarrarse a uno de los brazos del mueble y erguirse. El de la capucha se acerca. Señala con el dedo la cabeza de la señora.
– ¡Ey! ¿A lo mejor no te ha oído? Lleva un audífono –apunta riendo.
El del jersey se inclina sobre ella. La observa. Pone cara de compungido. Sonríe.
– Así que la puta vieja está sorda, ¿no? –le grita al oído.
La mujer se lleva las manos a la oreja con gesto de dolor. El chico ríe eléctricamente. Enseñando sus brakers. El del chándal imita la cara descompuesta de la mujer. Luego se aproxima a las ventanas. Y baja todas las persianas. Su compañero enciende una pequeña lamparita.
– Os daré lo que queráis… -ruega la anciana arrimándose a ellos.
Los dos muchachos la rodean. Ríen. El de la capucha vuelve a empujarla.
La anciana intenta ponerse en píe nuevamente, pero el del chándal la agarra por la pechera y, después de zarandearla como a un muñeco, la empotra contra el sofá.
– No te nos vayas a mear encima ahora -añade el del jersey con sorna-.
– ¿Dónde está la cocina? –pregunta arisco el de la ropa deportiva.
– Por favor…-dice de nuevo la mujer.
– ¿Dónde coño está? –insiste malhumorado.
La mujer señala con el dedo una habitación al lado del pasillo. El de la capucha se mueve hacia allá. A los pocos segundos retorna con una bolsa de plástico en la mano. La mujer los escruta muda. El de la sudadera mira a su compañero.
– ¿Cuánto crees que aguantará? –pregunta.
– No mucho. Un minuto –el del jersey de colores escudriña el rostro de la mujer- Quizá dos.
El de la capucha se dirige hacia la anciana.
– Usted tome aire. Como cuando se mete debajo del agua –le dice.
La anciana se agita en el sofá. Grita.
– ¿Hará falta atarla? –suelta el del jersey.
– No. No creo –responde su amigo.
El de la capucha abre la bolsa. Se coloca detrás de la señora. Esta se revuelve. El chico del jersey le pega otra bofetada para que se calle. La dueña de la casa se inclina hacia él.
– Por favor… Vais a meteros en un buen lío…
– No. No lo creo –responde el chico con el semblante serio-. Somos muy precavidos. Hemos estado espiándola. Esta es la mejor hora.
La mujer se lleva las manos a los ojos. Gimotea.
– ¿Por qué demonios me hacéis esto? –susurra temblando.
El muchacho comienza a reír.
– Tranquila. Esto no es nada personal.

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MIS VIAJES

Hoy casi se me para el corazón. Me llamo Rebeca Ramírez de Guzmán. Tengo treinta años y no sé qué pinto yo aquí. Sé que desde pequeña he sido muy inquieta, pero apenas tengo recuerdos, tan sólo retazos, pinceladas de niñez. Mi vida reciente ha sido siempre un no parar, he viajado por todo el mundo y en todos mis viajes me han ocurrido montones de cosas curiosas y extrañas. No es que no me guste viajar, pero en este ir y venir, sin apenas descanso, hay algo que no encaja. Hay detalles que no cuadran con el mundo en el que hasta ahora creía vivir, y no acierto a encontrar una explicación. Hoy he visto algo en La casa del Libro que me ha dejado helada, pero acabo de volver de Indochina y creo que he cogido allí un virus que me hace ver visiones.

Como entiendo que no sabréis de qué estoy hablando, os puedo contar uno de mis viajes, cuando decidí visitar Angola, hará unos cinco años. Desde Lisboa cogí un avión a Luanda. Todo parecía normal, pero me sorprendí cuando la azafata comenzó a servir algo de comer. Sobre la mesa, puso la comida en un plato de porcelana y me sirvió agua en un vaso de fino cristal. Después me trajo una pequeña taza con su plato y vertió café en ella desde una cafetera. Las tres piezas hacían juego y eran de una porcelana exquisitamente decorada. Me pareció raro, pero sólo acerté a pensar que se trataba de una compañía aérea algo excéntrica. El viaje lo había contratado desde Madrid, así que, una vez en el aeropuerto, empecé a buscar con la mirada a la persona que haría mi traslado hasta un hotel de la ciudad. Se me acercó un personaje curioso, con sahariana y salacot, que me preguntó con un leve acento portugués:

– ¿Es usted la señorita Ramírez?

–        Sí  – le contesté algo divertida por el aspecto de aquel hombre.

–        Mi nombre es João, para servirla – dijo mientras se quitaba y se volvía a poner el salacot con su mano derecha – Sígame, por favor, si es tan amable – añadió con cierto aire de seriedad.

Le seguí entre una multitud de negros que iban y venían cargando sobre sus cabezas grandes fardos. El hombre se paró ante un coche de caballos y me abrió la portezuela con una ligera inclinación de cabeza, invitándome a entrar. Todo aquello me divirtió sobremanera y acepté encantada la invitación. No me habían dicho nada en la agencia, pero aquel recibimiento me pareció muy original. El coche recorrió las calles de Luanda. Todo me parecía muy primitivo, demasiado, aunque estuviera en África. Se trataba de la capital de Angola, y me había imaginado una ciudad llena de contrastes entre riqueza y pobreza, pero no me esperaba aquel ambiente tan atrasado, como de otra época. Salimos de la ciudad y me empezó a invadir un sentimiento de desconfianza. ¿Adónde me llevaba aquel hombre? Al poco tiempo, apareció ante mis ojos una enorme mansión colonial y me di cuenta de que el coche se dirigía hacia ella. Me tranquilicé, pensé que sería una de las posadas portuguesas, esos antiguos palacios que los portugueses consiguen transformar en acogedores hoteles. Aún así me pareció un poco exagerado como alojamiento, yo no creía haber contratado algo tan lujoso. El coche paró ante la gran entrada del edificio y el hombre llamado João volvió a abrirme la portezuela para que bajara. Enseguida se acercó un negro que cogió mi maleta y la llevó dentro. No me dio tiempo a decirle que no hacía falta, que yo la llevaba.

            João volvió a hablarme con solemnidad:

            – Sígame señorita – y me llevó hasta un precioso salón lleno de muebles de principios de siglo – el señor la recibirá enseguida – y se marchó dejándome sola en aquel decorado tan peculiar. Aquella comedia estaba muy bien, pero estaba empezando a creer que en la agencia se habían equivocado y que habían cambiado mi viaje con el de alguna otra persona.

No sabía muy bien qué hacer, cuando apareció el señor. Sí, digo bien, el señor, tal y como había dicho João. Se acercó a mí ataviado con una delicada bata de seda, con una pipa de marfil en la boca y un monóculo en el ojo derecho. Me tendió la mano, yo le di la mía, se la llevó a sus labios y me plantó un delicado beso en el dorso. Mi asombro iba en aumento, pero le seguí el juego y doblé mis piernas a modo de pequeña reverencia. Por un lado todo aquello era muy divertido y me dejé llevar, ¿por qué no?

El señor de la bata de seda me habló y fijaos en lo que me dijo:

– Señorita Ramírez, estamos encantados con que haya aceptado este trabajo. Estamos seguros de que pasará un estupendo verano entre nosotros y de que se llevará un grato recuerdo de esta tierra tan lejana de la suya.

¿Trabajo? Sí, mis oídos no me habían engañado, había dicho trabajo. No me lo podía creer, yo no había ido a Angola a trabajar, yo sólo quería conocer el mundo de punta a punta. Definitivamente, alguien había cometido un terrible error conmigo. Pero estaba paralizada, no acertaba a quejarme y el señor continuó:

            – Le gustarán las niñas, ya verá. Son algo revoltosas, pero no hay nada que no se cure con una buena educación – y por fin lo soltó – ¿hace mucho que es usted institutriz? – ¡Dios santo! ¿En que mundo vivía ese hombre? ¿Qué chorrada era esa de ser institutriz? Seguro que todo era una broma, pero no entendía por qué me la estaban gastando, y sobre todo, ¿quién me la estaba gastando?

            Corriendo y riendo, llegaron dos niñas idénticas, de unos seis o siete años. Llevaban un bonito vestido rosa pastelón, con vuelo desde la cintura y largo hasta los pies, y lucían un largo pelo brillante, peinado con tirabuzones, y sujeto con un lazo de seda, también de color rosa. Saltaba a la vista que eran gemelas. Se pararon en seco junto a mí, a un gesto del que supuse era su padre, e hicieron una graciosa reverencia a modo de saludo, mientras decían las dos a coro:

            – Bienvenida señorita Ramírez.

Me cantaron una canción en portugués de la que apenas entendí las palabras “maestra” y “amiga”. Acto seguido me cogió cada una de una mano y me arrastraron hasta el jardín con la intención de empezar nuestra relación montadas ellas en sendos columpios y yo empujándolas hacia lo más alto.

            No comprendo qué poder sobrenatural me llevó a aceptar ser la institutriz de aquellas niñas durante los tres meses de verano. ¿Qué mano movía mis hilos para que no hiciera nada por marcharme de allí? ¿Por qué seguí con aquella absurda broma, e incluso la disfruté como si fuera la cosa más natural del mundo? Llegué a tener una entrañable relación con las niñas, llamadas Filomena y Margarida. Les hablé de cosas de mi mundo de las que nunca habían oído hablar, y me encantaba ver su carita de asombro ante lo que creían que eran cuentos inventados por mí. Me gustaban las largas charlas que mantenía con su padre observando el anochecer desde el gran porche de la mansión. Aprendí a llamarle don Gonçalo, como le llamaban los demás trabajadores a su cargo, y me acostumbré a su español educado y arcaico que se esforzaba en pronunciar correctamente, tratando de evitar el acento portugués.

            Cuando acabó el verano, volví a casa agradecida por la rica experiencia que acababa de vivir, aunque no supiera, ni por asomo, a quién debía mostrarle mi gratitud. Rápidamente me puse a planificar mi próximo viaje y dejé para una mejor ocasión  el tratar de desentrañar aquel misterio.

            Otras cosas raras me han ocurrido en mis continuos viajes, pero sería largo de contar. Sólo quería describir mi viaje a Angola para que comprendierais por qué hoy me siento tan nerviosa. Por qué siento que no sé quien soy. ¿Serán visiones? ¿Estaré perdiendo la razón? Hoy he visto en el escaparate de La Casa del Libro uno que se titulaba “Las vivencias de la señorita Ramírez como institutriz en Angola” de una tal Beatriz de Valbuena y Noriega. Imaginaos mi sorpresa. He entrado corriendo en la librería y he buscado el libro como una loca entre los montones de las mesas. Cuando lo he encontrado, he leído en la contraportada el argumento, que es, no cabe duda, mi verano en Angola. En la solapa de la cubierta consta que la autora nació en Madrid en 1881 y murió en Santander en 1935. Casi se me para el corazón cuando, para rematar,  he leído en la solapa contraria lo siguiente:

           

Más títulos de la serie:

–        Las increíbles aventuras de la señorita Ramírez por el Amazonas.

–        La señorita Ramírez aprende a comer con palillos en China.

–        La señorita Ramírez conoce el amor en Egipto.

–        La extraña enfermedad que contrae la señorita Ramírez en Indochina.

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