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Posts Tagged ‘Familia’

Soy vigilante nocturno en el hotel Norte, situado en la estación del mismo nombre. Paso las horas muertas en la recepción, a ratos de pie, a ratos sentado tras el mostrador, junto a los empleados del turno de noche. Para pasar el tiempo, nos gusta observar a la gente que entra, y jugamos a adivinar a qué se dedica cada uno. Hace un par de meses, apareció por la puerta alguien que enseguida me resultó familiar. A veces conoces a un tipo, pero no sabes de qué, sobre todo cuando le ves fuera del contexto habitual. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que era mi médico de cabecera, pues, por desgracia, le visito más de lo que me gustaría. Serían las dos de la madrugada, no llevaba equipaje y le acompañaba una mujer que no estaba nada mal. Su actitud me llamó la atención, parecían desconcertados, despistados o quizás tremendamente tímidos. Cuando a esas horas llega una pareja sin maletas, mi compañero de la recepción les hace pagar en el momento, sin esperar a que abandonen el hotel, como sería lo normal. La mujer hizo una mueca de asombro, y a la vez se puso roja como un tomate, mientras su acompañante sacaba la cartera. Hasta lo que yo sabía, el matasanos estaba felizmente casado, tenía dos niños y llevaba una vida vulgar y corriente. Pero, después de ver aquello, comencé a pensar que el señor doctor quizás escondía un secreto. Menos mal que él no se fijó demasiado en mí, y no pareció reconocerme, porque hubiera sido una situación un tanto embarazosa para los dos. Cuando se metieron en el ascensor para subir a su habitación, empezamos a especular si sería su amante habitual o si tendría una colección de ellas. Yo aposté por lo primero, pues me costaba ver a mi médico como un don Juan desenfrenado.

Olvidé el asunto con el día a día, hasta el mes siguiente, que los vi por la calle agarrados de la mano y muy acarameladitos, cuando yo volvía del videoclub. Me giré hacia un escaparte para que no me vieran la cara, y les seguí disimuladamente con la mirada, hasta que torcieron por la siguiente esquina. Tuve tentaciones de ir tras ellos, por mi innata naturaleza de observador, que no de cotilla, pero me estaban esperando en casa para ver la peli que acababa de alquilar, y no tuve más remedio que frenar mis instintos de detective.

Poco después tuve que acercarme al ambulatorio a por las recetas que necesito mensualmente. Fui temprano, antes de que empezase la frenética actividad normal del lugar y, cuando estaba esperando a que me llamara la enfermera, vi aparecer a aquella misma mujer por la puerta. Esta vez caminaba sonriente y segura, y me quedé perplejo. La cosa era más grave de lo que yo pensaba. Levantó la cabeza a modo de saludo hacia el mostrador de la entrada y avanzó directa hasta la consulta donde estaba él. Entró, y a los pocos minutos salió con cierta prisa hacia la calle, mientras yo no dejaba de mirarla con cara de asombro. ¿Iba a visitarle descaradamente a su trabajo? Conseguí mis recetas y me marché a casa lleno de curiosidad, rumiando aquel asunto.

La semana pasada tuve que volver a la consulta de la enfermera para que me tomara la tensión. Soy hipertenso y tengo que hacerme controles regulares, no me vaya a dar un patatús. No se me había olvidado el asunto de mi médico y su amante, pero no imaginaba que volvería a coincidir con ella otra vez. Cuando entré en el ambulatorio, ella estaba charlando en el vestíbulo con un colega de su amante. Entonces pensé que quizás ya fuera algo oficial y el doctor estaba a punto de abandonar su anterior vida, sin necesidad del anonimato que da la noche en un hotel. Pensé en su mujer y sentí lástima por ella y por sus hijos. Si esa mujer estaba allí tan campante, debía ser ya vox populi que era la amante con mayúsculas. Antes de atenderme, la enfermera habló con aquella mujer muy cordialmente, como si tuviera confianza con ella. Al parecer, la cosa iba en serio.

Yo tenía razón, si hubiéramos apostado de verdad, yo ganaría un dinerito. No sólo era la amante habitual, sino que además estaba claro que iba a ser su nueva mujer, por la naturalidad con la que se desenvolvía entre los compañeros de trabajo de él. No pude dejar de lado mi necesidad de observar y controlarlo todo, juro que no es cotilleo, y, cuando la mujer entró en la consulta para encontrarse con él, me acerqué a la enfermera y le pregunté descaradamente si el doctor se había separado de su mujer. Ella me miró muy asombrada y me preguntó que a qué venía eso. Yo también tenía ya alguna confianza con aquella enfermera que me había visto el culo unas cuantas veces, así que le conté todas mis conjeturas a raíz de lo que vi aquella noche de hacía dos meses en el hotel Norte. Se echó a reír con ganas y me sentí un poco ridículo. No entendía qué le hacía tanta gracia, pues a mí me parecía un asunto muy serio. Al parecer, se apiadó de mí y de mi ignorancia sobre todo aquel asunto y, aunque recalcó que no me concernía en absoluto, quiso contarme algo que quizás no le gustase mucho al señor doctor que se supiera por ahí.

Y comenzó su relato…Me explicó que una mañana, el médico llegó muy cabreado al trabajo y contó lo que le había sucedido la noche anterior. Volvían algo tarde de una fiesta familiar y su hijo pequeño se quedó dormido en el coche. El garaje lo tienen a más de cinco minutos de su casa, con lo que él y su mujer  — ¿Su mujer? — pregunté. — Sí, su mujer, calla y escucha — me dijo ella. Pues él y su mujer decidieron dejar primero a los niños y luego ir a aparcar. Tuvieron que despertarle para subir a casa y el niño pilló tal rebote, que les echó la cadena por dentro, de forma que cuando regresaron del aparcamiento no podían entrar. Llamaron y llamaron al timbre y por teléfono, para que los niños les abrieran la puerta, pero no había manera. El hijo mayor se había dormido enseguida y no oía las llamadas, y al pequeño se le debió pasar la rabieta en cuanto hizo su trastada, y también se fue a la cama. Después de más de una hora de intentar que les abrieran, decidieron ir a un hotel a descansar un poco, antes de volver a casa temprano para volver a insistir. Hasta entonces, todavía no les habían dejado nunca solos por la noche, y eso les tenía preocupados. No tenían ni idea de a qué hotel ir, pues en Madrid nunca habían pasado la noche en uno, así que se acordaron del de la estación y allí se presentaron a las dos de la madrugada y sin maletas. Pasaron algo de bochorno porque les hicieron pagar por adelantado, con lo que supusieron que el recepcionista pensó algo que no era. Apenas pudieron dormir, y muy temprano salieron de allí para volver a casa cuanto antes. Ya se podía entrar, pues el hijo mayor acabó despertándose, aunque ya tarde, y oyó los insistentes mensajes en el contestador, por lo que quitó la cadena. Cuando fueron corriendo a la habitación, los dos dormían plácidamente y todo estaba bien.

Y eso era todo. La enfermera se cachondeó de mí y de mi mente calenturienta. Reímos un buen rato, mientras me tomaba la tensión, y no tuve más remedio que reconocer que mi instinto de detective era una mierda. Pero la verdad es que aquella misma noche seguí jugando con mis compañeros a nuestro juego favorito, en cuanto entró por la puerta del hotel un señor con bombín y un maletín en la mano. Eso sí que no era nada normal.

Noviembre 2008

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La vida nunca es como uno se espera.
Recuerdo el día que regresó mi hermano mayor de Irak. Había estado tres años fuera. Como soldado de infantería. Durante aquel tiempo habíamos recibido pocas noticias de él. En sus cartas simplemente nos decía que estaba bien.
Regresó en primavera. Mi padre y yo fuimos a recogerlo al aeropuerto. Estuvimos casi una hora esperándolo. Durante aquel rato tan sólo hablamos de él. Todo eran incógnitas. ¿Cómo estaría? No podía evitar pensar en la cara que tenía el último día antes de marcharse. Decía que no se arrepentía de nada. Que ya estaba harto del pueblo.
– Mírale, ya sale por la puerta –me dijo mi padre cogiéndome del brazo.
Allí estaba él. En la salida. Con su uniforme, su gorra y su petate.
– Vamos, vamos –mi padre tiró de mí.
Los dos corrimos hacia allá. Levantando las manos. En nuestra carrera pude apreciar que mi hermano ya nos había visto. Pero no le observé hacer nada especial. Llevaba el pelo rapado. Los zapatos limpios. La cabeza como un bote. Dentro de aquel traje verde nadie hubiera dicho que tenía tan sólo veintiún años. Al recogerlo mi padre se puso a gritar. Mi hermano dejó el petate en el suelo y lo abrazó. Después me estrechó entre sus brazos. Mi padre no paraba de agarrarlo y empujarlo contra su pecho. Estaba muy contento. Sin duda había vuelto al hogar.

Regresamos a casa. Mi madre, al escuchar el coche, salió a toda prisa a recibirnos. “Mi niño, mi niño”, repetía con los brazos abiertos. Abrazó a mi hermano varias veces. “Cuánto te hemos echado de menos”, decía cogiéndolo por los hombros.
Entramos y nos sentamos a la mesa. Mi madre ya tenía todo preparado. Costillas con guisantes. A lo largo de la comida mamá no dejó de infórmale de todo lo que había pasado durante el tiempo que había estado fuera. Pero a mi hermano nada de esto parecía interesarle mucho. Él simplemente comía. Mirando fijamente su plato. Con la espalda recta. Perfectamente echada sobre el respaldo. Mientras tanto mi padre no paraba de hablarle de sus intenciones de comprarle un coche.
– Sí, hijo –repetía constantemente-, porque tú ahora eres un héroe.
– Sí. Un héroe –añadía mi madre sonriente.
Pero mi hermano no respondía. Nunca había entendido de política. Ni siquiera le había interesado. Recuerdo que siempre que mi padre ponía el telediario él le pedía que cambiase de canal.
– Lo que pasa es que uno no puedo entender cómo luego hay gente que nos critica…-decía mi padre- Es una vergüenza.
– Jack, basta ya…-decía mi madre intentando reconducir la situación.
– No. Es que me exaspera. La gente que se pasa el día hablando de la guerra pero luego no saben ni lo que es. ¿Qué pasa? ¿Qué por luchar por tu país eres un maldito reaccionario?
– Jack…
– Sí. Es así. Es una puñetera vergüenza…
Al tiempo que ellos hablaban mi hermano seguía comiendo sus costillas. Parecía no escuchar nada. ¿Qué estaría pensando? ¿De verdad él se creía un héroe? Durante aquellos tres años que había estado fuera había escuchado de todo a mi alrededor. Algunos compañeros del instituto me decían que yo era un jodido miembro del establishment. Otros me comentaban que se sentían orgullosos de mi familia. En cuanto a mí, ¿qué decir? No creo que mi hermano quisiera ser un héroe. Ni siquiera creo que le gustase la guerra. Supongo que para él aquello era tan sólo era un trabajo más.

Al terminar la comida mi padre se echó un rato en el sillón. Mi madre, todavía en la mesa, continuó hablándole a mi hermano de todo lo que habían estado haciendo los vecinos aquel tiempo. Pero él no contestaba. Tan sólo hacía que escuchaba. Totalmente absorto. Cuando por fin mi madre se levantó de la mesa y lo dejó solo él abandonó su silla y caminó hasta su cuarto. Yo, silenciosamente, lo seguí. Entró en su antigua habitación y miró a ambos lados. Allí seguían los tebeos. Los pósteres en la pared. Los trofeos de los campeonatos escolares. Los dibujos. La guitarra. Todo continuaba igual que siempre. Se acercó a una de las estanterías y agarró uno de los muñecos de lucha libre que coleccionó años atrás. Lo miró. Lo dejó en la repisa. Él, consciente de que lo estaba observando, se giró hacia mí y me tomó por el hombro. A continuación empujó la puerta y se marchó.
– ¿Por qué no nos vamos al centro a jugar a los recreativos? –le grite.
Él hundió las comisuras de los labios y volvió al salón. Lo acompañé hasta el cuarto de estar. Allí cogió el paquete de tabaco de mi madre y se fumó un cigarrillo. Después se fue a la cocina y empezó a fregar. Yo lo vigilaba desde la puerta. Con aquel cogote rapado y aquellas espaldas de oso nadie hubiera dicho que era él. Él siempre había sido delgado. Un auténtico palillo. ¿Y por qué se ponía en aquel momento a fregar los platos de la comida? Nunca antes lo había hecho. ¿Por qué ahora sí? ¿Acaso aquella era la manera de pedirnos perdón por alistarse? De repente se le cayó un plato y este se rompió en pedazos. ¿Qué pasa ahí?, chilló mi padre desde el salón. Acto seguido apareció mi madre. Se llevó las manos a la boca, como si estuviera ante un gran drama. Acarició el hombro de mi hermano.
– Tranquilo, no pasa nada… -le dijo.
Él se quitó los guantes y los dejó sobre la encimera. Después, sin decir nada, salió al jardín, sacó el hacha que guardaba mi padre en el cobertizo y se puso a cortar leña. Yo lo miraba desde la ventana. Cómo colocaba los maderos, cómo levantaba el arma, cómo los partía. Así durante un par de horas. Tiempo durante el cual mi madre salía de vez en cuando para ver qué hacía. Lo miraba, suspiraba y regresaba adentro. Mi padre observaba conmigo desde la ventana.
– ¿Está muy raro, verdad? –decía nervioso.
Mi hermano estuvo cortando leña hasta que anocheció. Entonces se sentó en el porche. Como no entraba mis padres me dijeron que saliera a ver qué hacía. Salí y me senté a su lado. Él pareció no darse cuenta de mi presencia. Tan sólo miraba el horizonte. Con la vista perdida en algún punto por encima de todas aquellas viejas casas de madera.
– ¿Qué miras? –le pregunté inquieto.
– ¿Alguna vez te has sentido como una rata en un caja de zapatos?
Aparté la mirada. Mirando hacia el cielo.
– Sabes –me dijo-, por muchos agujeros que tenga la caja, esta sigue siendo una caja.
Sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Se lo fumó en silencio. Respirando pesadamente. Después se levantó y caminó hacia el interior de la casa. Yo me quedé allí mirando el cielo. Aquella inmensa e inabarcable esfera azul. A continuación, al oírlo entrar, me levanté y caminé hacia el salón. Mi hermano pedía unos cuántos dólares a mis padres. Les decía que quería ir a la ciudad. Para tomarse algo. Mi padre, especialmente gentil, sacaba su cartera y le daba varios billetes. Mi hermano los tomaba sin siquiera molestarse en sonreír. Mientras tanto mi madre le decía que no se metiera en líos y que regresase pronto a casa. Mi hermano cogió algunas cosas de su petate y se acercó a la salida.
– ¿Puedo ir contigo? –le dije mirándolo fijamente.
Él sonrió.
– No. Prefiero ir solo.
Abrió la puerta. En cuanto dejó el cuarto mis padres empezaron a hablar de él. Los dos parecían preocupados. “No es fácil para nadie, ¿qué crees? ¿Qué él lo está pasando bien?”, decía mi padre. “Ya, pero es que el crío…”, añadía mi madre a cada comentario. Entretanto yo no sabía qué pensar. Muchas veces los había visto discutir por él. Mi hermano no era un chico fácil. En el pasado siempre estuvo metiéndose en líos. Con compañeros. Con profesores. Con otros chicos del barrio. Alguna vez mis padres lo llevaron al psicólogo. Pero creo que lo que realmente nunca le perdonaron fue que abandonase los estudios para alistarse. Fue entonces, tras varios meses de entrenamiento, cuando él decidió voluntariamente marchase a Irak.
Aquella fue la única vez que lo vi feliz.

A la hora de cenar mi hermano todavía no había regresado a casa. Mis padres ya estaban empezando a impacientarse. Se preguntaban dónde estaría. Qué estaría haciendo. Por qué no había llamado. No obstante intentaban parecer despreocupados y miraban la televisión fingiendo que no pasaba nada. Fue entonces, una hora después de la cena, mientras veíamos un concurso de la tele, cuando recibimos una llamada. Yo, que estaba al lado del teléfono, agarré el aparato. “¿Es tu hermano? ¿Es tu hermano?”, me preguntaban constantemente mis padres. Yo asentía con la cabeza. “Dile que dónde está” “Que si va a volver pronto”. Me pegué el auricular a la boca y le pregunté todo aquello. Pero él no contestó. Escuché su respiración.
Entretanto, mis padres, histéricos, no cesaban de pedirme que les pasara el teléfono.
– Tenéis que comprar un hacha nueva –soltó de repente aquella voz al otro lado-. La que hay en casa no corta bien
Yo asentí con la cabeza. Mi padre me quitó el aparato.
– ¿Dónde estás, hijo? ¿Hijo? ¿HIJO?
El viejo se quedó blanco, repitiendo aquello durante un rato. Mi madre lo tomaba por el brazo. Habían colgado. Tras aquello mis padres comenzaron a dar vueltas por la casa. Durante unos segundos no supieron que hacer. Luego decidieron llamar a todo el mundo: a la policía, a los vecinos, a los antiguos amigos de mi hermano. Nadie nos dijo nada. Así que salimos a buscarlo por la ciudad durante horas. Incluso días. Pero aquella búsqueda no sirvió de nada. Ya que mi hermano no apareció.

Tardamos años en superar aquello. Incluso creo que aún no lo hemos superado del todo. Uno nunca sabe donde acaba la vida. Uno nunca sabe si un regreso es realmente una despedida. Lo único que sé es que mis padres todavía lloran su pérdida todas las noches. Yo, por otro lado, intento no hacerlo. Confió en él. Porque sé que –esté lejos o cerca- él estará feliz. Ya que el ratón, por fin, ha escapado de su caja de zapatos.

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EL SEÑOR TEODORO

El señor Teodoro era un hombre bajito y muy delgado. Estaba calvo desde muy joven y llevaba siempre la cabeza tapada, en verano con un gorro de tela y en invierno con un sombreo de fieltro. Le conocían en su barrio porque iba andando por la calle con un libro de crucigramas y un bolígrafo en la mano. Tenía mucha práctica en rellenar las casillas al mismo tiempo que andaba, sin levantar la vista y sin tropezar. Llevaba un bolso colgado en bandolera donde guardaba una armónica que tocaba siempre que se le presentaba la ocasión. Era jovial y sonriente, siempre dispuesto a soltar una gracia o un chiste en las reuniones familiares que tanto le gustaban. Tenía seis hijos y quince nietos y era feliz rodeado de todos ellos. Sus nietos todavía se acuerdan del chiste que repetía en todas las comidas: Se trataba de un invitado a comer que quería beber vino y no sabía cómo pedirlo. Así que soltó una sutil indirecta: ¿Vino el dueño? Y le contestaron con otra: Aguardándole estamos. Al contarlo, se echaba a reír como un niño, y los demás se reían por su risa infantil.

También le gustaba escribir poesía, unas veces sentimental y tierna, y otras satírica y divertida. Y se despachaba a gusto con rimas tontas sobre cualquier cosa, pues también decía siempre al abrir una botella de vino de mesa: “Torre Longares, el vino que no debe faltar en los hogares”. Y a continuación, bebía un traguito dando un gran suspiro de placer, como si estuviera degustando el mejor vino del mundo. No sólo le gustaba el vino, también le encantaba saborear una copita de coñac en el bar de los viejos, a escondidas de su mujer, que así sabía mejor.

Cuando le operaron de la próstata, fue la primera vez que entró en un hospital, y no le gustó demasiado. Siempre había estado muy sano y presumía de ello. Cuando era joven tenía dos trabajos. Por la mañana era administrativo en RENFE y por la tarde vendía enciclopedias para una editorial. Achacaba su buen estado de salud a las grandes caminatas que se daba echando propaganda por los buzones para conseguir vender alguna enciclopedia de pascuas a ramos. Cuando se jubiló, se le había quedado el gusto por andar y por los trenes. Como no le costaba ni un duro, casi todos los días se iba a la estación de Chamartín y cogía el primer tren de cercanías que estuviera a punto de salir. Le daba igual el destino que fuera, pues tenía suficiente con sentir el traqueteo y ver pasar el paisaje cuando levantaba la vista de sus crucigramas.

No se enteraba demasiado de lo que pasaba a su alrededor porque estaba sordo, y a veces parecía que vivía en un universo paralelo, saliendo por peteneras en algunas conversaciones. Eso sí, él lo negaba todo, y trataba de salir airoso de las confusiones con algún chiste sobre las pilas de su “sonotone”.

Un día, una de sus hijas le invitó al Parque de Atracciones. Nunca decía que no, siempre estaba dispuesto a salir por ahí. Eran un montón de gente cuando les hicieron la foto de rigor al pasar al recinto. Se montaron en cosas de pequeños, pues sus nietos lo eran, pero la cuñada de su hija estaba como loca por montarse en algo más fuerte. No quería hacerlo sola y los padres de los niños no estaban por la labor. Al pasar junto a una enorme montaña rusa, todos se quedaron sorprendidos cuando el abuelo agarró a la cuñada del brazo y, juntos, para allá que se fueron. Su hija trató de impedirlo, pero no pudo hacer nada, el entusiasmo de su cuñada ganó en la voluntad del anciano. Bajó riendo como un chiquillo, aquello era estupendo, ¡cómo no lo había probado antes! Ya no paró, se montó con ella en todo lo más arriesgado que había. Los demás no salían de su asombro, ¿cómo era posible que el abuelo se atreviera y ellos no? Los nietos estaban encantados con aquel abuelo tan osado, ¡tan ágil y joven! Entonces, uno de ellos le retó a una carrera y, para colmo, ganó el abuelo. Aquel nuevo descubrimiento, les mantuvo viva la atención sobre él para toda la tarde. Su hija pensó que con esa vitalidad, tendría la compañía de su padre hasta los cien años, por lo menos.

Pero no siempre las cosas son como se esperan. El día en que la mujer del señor Teodoro cumplía setenta y siete años, se reunió toda la familia, como siempre, para celebrarlo. Todos se dieron cuenta, el abuelo no contó ningún chiste, no soltó ningún pareado; sonreía, pero callaba. Estaba muy pálido y le faltaban las fuerzas. A los pocos días, ingresó en el hospital. Con un par de bolsas de sangre, quedó como nuevo y volvió a casa. Pero la enfermedad era irreversible. Su vitalidad física cayó en picado, pero su alegría de vivir no. Dejó de viajar en tren y de andar tanto por las calles, pero se tomaba con humor sus transfusiones de sangre, cada vez más frecuentes. Camino del hospital, decía a todo el mundo que le tocaba pasar la ITV, y disfrutaba como un enano de su café con churros en la cafetería, mientras le preparaban sus dos bolsas de “A positivo” para seguir rodando los próximos días. Las enfermeras se reían con él mientras permanecía enganchado a los tubos y les hacía partícipes de sus crucigramas. Su mujer y alguno de sus hijos le esperaban fuera, y le veían salir tan pancho, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Nunca le llegaron a decir la verdad.

Durante todo un año, el señor Teodoro hizo creer a todos que vivía en otro mundo. Procuraba aprovechar al máximo la compañía de sus hijos y nietos, que ahora le visitaban muy a menudo. Les contaba un montón de anécdotas de su niñez y juventud; tocaba su armónica para ellos, y notaba con alegría cómo le escuchaban sin rechistar; se reían como nunca con sus chistes y pareados. Y él se sentía el hombre más afortunado del mundo, aunque supiera que eran sus últimos momentos con ellos.

Orgulloso de haber cumplido ya los ochenta y dos años, supo un día que tenía que volver a ingresar en el hospital, y que ya no cumpliría más. Tumbado en la cama, agarró la mano de dos de sus hijas y no las soltó en toda la tarde. Repasó con naturalidad cómo todos sus hijos habían salido adelante y se sintió conforme. Todo estaba en su sitio. Satisfecho, comenzó a soltar las bromas de siempre y, antes de que todos se marcharan, les pidió un beso. Sólo su mujer se quedó, y sólo ella le vio dejar de respirar. Se marchó tranquilo, sin hacer ruido, sin molestar.

A los dos días su familia cogió un tren a la sierra. A él le gustaba mucho ir en tren a la sierra, y decidieron que allí le llevarían en su urna. A pesar de la tristeza, mantuvieron vivo el espíritu jovial del abuelo, y alguien dijo: — es la primera vez que papá se cuela en el tren–. Rieron, bromearon y lloraron en el último viaje del señor Teodoro.

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El médico sonreía, comprensivo y ausente. Miró brevemente a su alrededor. La luz natural se desbordaba desde los ventanales abiertos hacia el parque, suavemente silencioso. En la sala, cuadros de paisajes, y de niñas sonriendo, de personas mayores sonriendo, de familias sonriendo. Todo era felicidad en “El templo de la salud, donde la curación se convierte en sonrisa” El médico sonreía, también. Tras una vida a la luz empobrecida del flexo, del microscopio y del fluorescente de laboratorio,  ahora podía pasear la vista por aquél edén prometido, lejos del formol y de las jaulas de los ratones, que se esforzaba en olvidar con la fe del converso. Porque aquella era la clínica donde se borraban los malos recuerdos.

Volvió a consultar sus notas y miró a la niña. Flacucha y un poco sucia, permanecía muy quieta, apenas sus ojos bajaban para mirarse las manos. Siete años y medio de alarmante calma. La madre derrochaba maquillaje en su rostro, vestido impecable  y una sonrisa inacabable y nerviosa.

         Bueno, vamos a ver…¿Qué es lo que pasa, Paula?- comenzó el médico-. ¿Es por algo que te ha pasado, no te gusta el cole…?

La niña sólo tuvo tiempo de mirarse otra vez las manos, antes de que la madre contestara:

         El cole es estupendo. Es lo mejor de lo mejor. Quince alumnos por clase, enseñanza trilingüe, informática, clases de equitación, música, dibujo artístico, natación, deporte… –enumeró de carrerilla, como un panfleto publicitario-. Y unos precios, doctor…que, bueno, ya le digo: lo mejor de lo mejor. Y está apuntada a todo, y se lo pasa de miedo, ¿verdad, cariño? –la miró con una sonrisa inflexible-.

La niña apenas se movió la cabeza. El médico probó otra vez:

         Bueno, Paula, ¿y las amigas?

La niña tuvo tiempo de hacer un gesto esquivo antes de que la madre atacara de nuevo:

         Los amigos estupendos. Eso sí. De las mejores familias de la ciudad…

         …y hablando de familia, señora, el informe dice que…

         Bueno, bueno…-interrumpió por enésima vez la madre-. Hay quien le da mucha importancia a eso, pero la verdad es que ella ni se enteró. La mandé de vacaciones con los primos, una gira por toda Europa, Disneylandia, París, los fiordos…Volvió justo a tiempo para hacer la comunión. Y ya está. Ya le digo, ni se enteró.

         No obstante, esas cosas…

         Mire, doctor –la voz era claramente amenazadora-. Si no van Vdes. a darme otra solución, nos marchamos. ¡Siempre con el mismo rollo!

         No sé preocupe, Sra., no se preocupe –el médico volvió rápidamente sobre sus pasos-. Nuestra Clínica le asegura el éxito total en el tratamiento. Esto no son más que preguntas de rutina –el médico hizo un gesto apaciguador y continuó: Dígame Vd: ¿Llora muy a menudo?  ¿La nota Vd. triste? ¿Se aísla?…Me dice Vd. que la niña está muy rara pero, ¿por qué?

         Pues mire, nada de eso. Lo único es que, de un tiempo a esta parte, la sorprendo siempre con las manos llenas de tierra.

         ¿Tierra?

         Sí, tierra, tierra. Tan pronto como sale a la calle, coge un puñado y se frota las manos o la cara con la tierra. Y en casa igual, con las macetas… ¿Es o no raro?

         Pues la verdad es que…-el médico no pudo evitar sorprenderse- ¿Y no le da ninguna razón?

         Pues dice, ya ve Vd. que tontería, que el tacto de la tierra le recuerda a la mano de su padre. Que su papá tenía la mano fuerte y áspera, y que ella quiere coger de la mano a su papá…Ya ve Vd., qué tontería…

La niña habló de pronto, sin dejar de mirarse las manos:

         Yo quería haberle cogido las manos cuando estaba malito, igual que hacía él conmigo. Pero él se puso malito, y yo estaba de viaje…

         Calla, Paula, hija. ¡Qué sabrás tú, criatura! –atajó rápidamente la madre. Luego, embozándose con la mano de espaldas a la hija, habló con el doctor-. Si ella ni se acuerda. Fui yo quien tuvo que apechugar con todo…¿Sabe Vd. como fue? Un infierno, un verdadero infierno…Por eso quiero que la niña olvide. Como yo.

         Debo advertirle de los efectos secundarios de este tratamiento. Hay que leer cuidadosamente este folleto y el formulario…

         Traiga, traiga, le firmo lo que sea, lo que sea para que olvide –le arrebató el formulario al doctor y garabateó nerviosamente-.

El médico carraspeó ligeramente:

         Antes de leer, debe usted leer el folleto para que…

         Oiga, doctor, ya está bien. Yo sé bien lo que quiero y la niña también. ¡No puedo seguir así! Así que si Vd. no me lo arregla, me marcho a otro sitio

         No se preocupe, señora, que esta usted en el sitio adecuado. Somos pioneros en este tratamiento, que consigue, mediante la manipulación genética de la proteína en el hemisferio encefálico…

         Mire doctor, no me venga con palabrejas de médico. Yo quiero que la niña vuelva a ser como antes, que sea feliz, que se divierta con sus amigos, y, sobre todo, que no juegue más con la tierra. ¡Mire que sucia está! ¡Todo por la maldita tierra!

 

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Dos meses después, el rostro de la madre y de la hija resplandecían en la consulta de las sonrisas. La niña, como una modelito infantil, se contemplaba en el reflejo de los cristales y asentía sonriendo a la entusiasta perorata de la madre.

 

-Doctor, venimos a darle las gracias. Es otra, no para en casa, todo el día de acá para allá, se apunta a un bombardeo, en el cole es la reina de la clase, la más guapa de las amigas…bueno, bueno, otro mundo.

         ¿Ah, sí, Paula? –sonrió el médico- Cuéntame, ¿estás contenta…?

         Sí, muy contenta. Mola mazo, ¿sabes?

         ¿Qué? ¿Qué mola mazo? –preguntó el doctor, desconcertado-.

         Pues no sé…todo. Mola mazo –insistió automáticamente la niña-.

El médico parpadeó, revisando sus notas.

         ¿Y tú padre? ¿Te acuerdas de tu padre?

La madre sonrió con aires de triunfo.

         No, no, ya no me acuerdo nada. –respondió la niña, sonriendo con su boca perfecta-. Nunca, no le echo de menos. Para nada. Yo sólo sé que está mamá, que estoy con mamá y que con mamá soy feliz.

El médico sintió un escalofrío, y vio que la mano izquierda le temblaba levemente. Miró distraídamente por la ventana. Por el cristal de la impresionante estancia se veía estacionado su Mercedes edición limitada. Luego miró su título de Medicina. El temblor aumentaba.

         …Mire doctor, esto es un milagro. Es que ni arrimarse a la tierra, no hay más que verla, que limpita va…parece una princesita.

La niña sonrió e hizo un mohín pícaro, casi coqueto.

 

Atardecía. El médico, tras escribir una carta a la dirección del laboratorio, cerró la consulta y volvió al laboratorio, cerrado y sin luz. El temblor casi había desaparecido. Le llevaría meses borrar todos los archivos y eliminar la documentación de años de trabajo. Lo difícil sería deshacerse de los ratones.

 

Estaba seguro de que nunca llegaría a olvidarlos.

 

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JUAN Y SU TAXI.

 

 

Es muy de mañana y Juan ya ha escuchado el despertador. Hace frío y decide quedarse un rato más en la cama. A su lado, de espaldas, se encuentra Fernanda que parece seguir durmiendo. El le toca suavemente el brazo, como no queriendo molestarla,  pero ella no responde a sus insinuaciones.

         Nanda, buenos días.

         Ella le contesta somnolienta. Pesado, déjame dormir.

          El, abrazándola suavemente,  le dice al oído, casi susurrando: “Que calentita estás, ¿Cómo has dormido?

         Fernanda, le da un manotazo y casi grita. “Pero que pesado eres, nunca me dejas dormir. Estoy cansada, déjame tranquila.”

         Juan, enfadado, le reprocha: Jesus, que desaborida eres. Contento me tienes.

 

Finalmente, ante la postura agria de Nanda, habitual en sus despertares, Juan decide levantarse. Son la 6.10 de la mañana y como todos los días, entre lunes y viernes, su jornada con el taxi, empieza a las 7.30 de la mañana. Sin demasiada prisa, se dirige al cuarto de baño, cierra la puerta y enciende una pequeña radio, cuyo eco traspasa los delgados muros del baño.  Es un cuarto de baño pequeño, con baldosas en damero, en blanco y negro, con un lavabo pequeño y un armario metálico con espejo, así como una bañera de medio cuerpo. Juan se afeita con brocha. Ese día quiso apurarse tanto que acabó brotándole sangre de la barbilla.

Una vez aseado y vestido, Juan se dirige, junto con la radio encendida,  a la cocina donde se prepara un café con leche, dos tostadas y unas galletas. No tiene prisa por terminar.

 

Poco después de las 7.15 horas sale de su casa y se dirige a un garaje cercano, de la calle Melonares,  donde arranca el taxi, un Skoda Octavia Diesel del 2002. Como es habitual en él a esas horas, se dirige a la parada del Hotel Emperador, en Infanta Mercedes, donde suele permanecer en espera.

Delante de su coche,  ya está aparcado el de Julio, amigo de muchos años,  con su barba de dos o tres días, su jersey  grueso de punto a la caja, su camisa a cuadros de felpa y una cazadora gastada con cuello de pelo de borrego.

         Buenos días, dice Julio.

         Buenos días, por decir algo, contesta Juan.  El embrague me ha vuelto a patinar y tendré que llevarlo de nuevo a reparar a la Casa Skoda. Este coche y este oficio me tienen harto. Entre el precio del gasoil y lo caro de los talleres, el taxi da demasiado trabajo y solo ganas para ir tirando. Estoy harto de esta vida.

         No seas quejica, dice Julio. Este es un trabajo para currantes.

Poco después, partió Julio, con un cliente que salía del Hotel y minutos mas tarde, Juan vio a una persona que hacía señas a lo lejos, aproximándose con cierta prisa al taxi. Puso en marcha el coche y se acercó al cliente.

         ¿Dónde desea ir?

         Lléveme a Atocha. Voy a la estación del AVE, para coger un tren que sale para Zaragoza, a las 8.30 horas.

Juan buscó el Paseo de la Castellana, donde a esa hora, se circulaba por la calzada central con cierta rapidez, aunque en medio de un tráfico intenso. Miró de reojo al cliente. Tendría poco más de 40 años, un traje gris oscuro y una camisa de rayas, con corbata de tonos granate. Parecía un ejecutivo medio, de sonrisa amable.

El cliente permaneció callado, pero poco después por hacer más entretenido el viaje dijo:

         Estará contento de que el Ayuntamiento  haya aprobado la subida de la tarifa de los taxis.

         Pues ya ve, algo había oído, pero no lo sabía.

Juan se sintió al principio molesto con el cliente,  porque era de esos que piensan que siempre hay razones para estar satisfecho. A continuación,  añadió:

         Estoy enfadado con el Gobierno socialista, porque según le han dicho a mi mujer en Hacienda, si vendo la licencia del taxi, me cobrarán un 18% de impuesto, por la plusvalía. Y esto es un robo para un trabajador como yo y, si es así,  no puedo dejar de trabajar e irme a vivir a mi pueblo.

El cliente miraba entretanto a Juan, sin saber muy bien que decir. Finalmente, por romper el hielo, opinó:

         Parece mucho, en efecto, pero ya sabe que el Estado necesita recaudar impuestos  para pagar los servicios públicos.

Juan miró sorprendido al cliente y con una leve sonrisa pensó: A este tío le importan un bledo mis problemas y además no me ha entendido. Por lo que, sintiéndose interesado en la conversación,  añadió:

         Es posible que mi mujer que fue a enterarse a Hacienda, a Guzman el Bueno, no lo entendiera bien. Ella, en realidad, no quiere que deje esto. Dice que aun estoy muy joven para vender el taxi y cambiar de oficio o jubilarme.

Y añadió:

          Yo en realidad estoy casi tan harto del taxi como de ella, por lo que no me extraña que también ella me lo quiera poner difícil.

El cliente se quedó sorprendido y sin saber que opinar, ante el cariz que estaba tomando la conversación. Estaba deseando llegar  a  la Estación de Atocha. No le apetecía seguir opinando sobre temas tan personales y vidriosos.

Aquel día no se dio mal a Juan. Hizo varios servicios por el centro, un viaje al aeropuerto y otro a Aravaca con una señora con muchos paquetes, a la que tuvo que ayudar a transportarlos al ascensor de su edificio.

A las 5.30 de la tarde, dejo el taxi de nuevo en el garaje de la calle Melonares. Había hecho 203 Kilómetros e ingresado 218 euros.

Antes de volver a su casa, entró en el bar de Emilio, como solía hacer algunas tardes. Juan se sentó en un taburete junto a la barra y pidió un descafeinado. Emilio, se lo sirvió enseguida, pero no le dio conversación, porque no le gustaba hablar con los clientes mas allá de los necesario.

Juan volvió entonces a pensar en lo difícil que se le presentaba su jubilación anticipada. Se desvanecían sus proyectos de retirarse a su pueblo, para poner en cultivo la parcela que había heredado de su padre.

Volvió a su casa lentamente. Cuando entró, se encontró a su hijo con la novia, viendo la tele tumbados en el sofá. Estaban cogidos de la mano y se reían con una serie de humor de televisión. Parecían muy divertidos y ajenos a las cavilaciones de Juan. Este pasó a su dormitorio se puso ropa de estar por casa y volvió al salón. Para entonces, el hijo y la novia se habían encerrado en su dormitorio, donde veían en una tele pequeña la misma serie. Se sentó en su sillón favorito y ojeó en un MARCA del lunes anterior, lo resultados y los comentarios de sus equipos favoritos.

Al poco rato, regresó Fernanda, su mujer, que se extrañó de la temprana presencia de Juan en la casa.

         Hola, le dijo secamente a Juan, que sorpresa verte tan temprano.

         Hola, le dijo al hijo y a la novia, sonriendo,  cuando se percató de su presencia. Estos no obstante, cuando vieron a los padres mas serios de lo normal,  optaron por salir a la calle.

Juan, cuando se quedaron solos, volvió a insistirle a su mujer en su idea dejar el taxi y volverse al pueblo de sus padres.

Fernanda, más pragmática, le dijo:

         Esto es absurdo, con 53 años, no tiene sentido que dejes el taxi. No tienes idea de lo que es la vida en el pueblo. Nunca has cultivado la tierra. Ni tu hijo ni yo queremos dejar Madrid y parece que a ti no te importa lo que pensemos.

         No aguanto más, dijo Juan, me duele la espalda, se me hacen interminables tantas horas al volante, llevo más de treinta años en el taxi y ya estoy harto de este oficio y de esta ciudad. Si me quieres, vente conmigo al pueblo y saldremos adelante y si no, yo me voy. Lo tengo decidido.

         No grites que nos van a oír los vecinos y luego murmurarán.

         Me importa un pito lo que piensen. Tengo tomada una decisión. Pondré en venta la licencia del taxi.

Un largo silencio se hizo a continuación. Fernanda temía las reacciones viscerales de su marido, pero no podía consentir semejante decisión que se le antojaba una locura. Por eso optó por no seguir discutiendo y añadió con voz medio llorosa:

         Bueno, no te pongas así, cuéntame que se te pasa por la cabeza para que tomes una decisión tan radical para ti y nosotros. A continuación, tomó la mano de Juan y la acarició suavemente.

Ante aquella reacción de ternura de Fernanda, a la que estaba tan poco habituado recientemente, Juan se quedó desconcertado y apretando a su vez la mano de Fernanda, le agradeció con la mirada su reacción de comprensión.

 Fernanda añadió:

         Te comprendo y quiero entenderte, pero una decisión de este tipo no es fácil de adoptar. Afecta a mi trabajo, a los estudios del niño y a nuestra vida. Déjame pensarlo un tiempo.

Juan, cogido  aun de la cálida  mano de Fernanda, notó como se relajaba su cuerpo de la tensión por  la reciente discusión, pero comprendió que una vez más se retrasaba ese añorado cambio en su modo de vida que iba más allá de un  simple cambio de trabajo.

 

13/1/09

 

 

 

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Adiós Amelia…

La voy a matar. En cuanto llegue la mato. Ya lo decidí. Ya está. Se portó mal y lo tiene que pagar.

Me di cuenta el martes pasado. Serían las diez de la noche cuando se me ocurrió que iba a ser lo mejor para mí. Bueno, lo mejor para todos, no sólo para mi. No, no era el martes, era el lunes porque el martes fue cuando fui a cenar con los chicos. El lunes. Si, fue el lunes. Estábamos terminando de cenar y a ella se le escapó una flatulencia. Y digo se le escapó porque es el término que ella suele utilizar para justificar sus imprudencias hacia nosotros. Se le escapan… como si no fuéramos capaces de controlar nuestro organismo. Encima habíamos comido una ensalada de lechuga, espinaca, cebolla y maíz acompañada de brócoli y coliflor. Fue algo totalmente desagradable. Obviamente no pude quedarme de brazos cruzados por lo que fui corriendo hasta el baño en busca del desodorante de ambientes para echárselo encima, con tal mala suerte para ella que no quedaba más por lo que tuve que rociarla con insecticida.

Pero no fue suficiente. Ella tiene que aprender. En esta casa tiene que haber normas, no puede hacer lo que quiera. Tiene que respetar a papá y a mamá. Nos tiene que respetar a todos. Hay que tener mano dura, no la pueden dejar hacer lo que quiera. Pienso… pienso. Hay que pensar antes de hacer las cosas. Hay que meditar. No como la pendeja que no piensa en nada. Encima come como si papá y mamá cagaran guita. Todo el día comiendo, es una vaca. No, es una gorda. Una gorda podrida por dentro. Cada vez que entro a la casa sé que estuvo hurgando en la nevera. Porque de boludo no tengo ni un pelo, siempre antes de salir observo la nevera y hago el stock de lo que tenemos, a los tarros les hago una pequeña marca para saber a qué altura están de llenos. Y la boluda no se da cuenta. Si será tonta… Lo que más rabia me da no es que coma sino que luego lo vomita. Porque la escucho.

Mamá no se da cuenta, mejor, porque no quisiera que se preocupara. Ya tiene bastante conmigo como para preocuparse por la pendeja.

No quisiera tener que hacer esto, pero no la soporto más. Y sé que si no hago nada ahora va a terminar jodiéndole la vida a mamá.

Claro que hablé con ella, bueno, lo he intentado porque no me escucha. Se lo he dicho mil veces “¿Por qué no vas al gimnasio con mamá? ¿Por qué no dejas de mirar la tele por lo menos un día y sales a que te de el aire? ¿Por qué no te pones a dieta? ¿No te das cuenta que nos da asco verte comer?, ¿No te das cuenta que estás hecha una vaca? Que así no hay hombre que te mire? Además, hueles mal.”

Pero ella nada. No me mira, sé que me escucha porque obviamente le tiene que entrar lo que le digo. Pero no me dice nada, mira la tele y escribe. Escribe, escribe. ¿Qué se cree? ¿Que va a publicar un libro? ¿Qué le van a dar el best seller? ¿El premio Nobel de literatura? ¿Para qué escribe? ¿Pero de qué va? ¿De hippie?

Debe estar por llegar. Todos los viernes llega a las seis menos cuarto y son las cinco y media. Los malditos viernes. El único maldito día que sale de casa. Se va a las dos de la tarde y vuelve seis menos cuarto. Nunca supe adonde va los viernes. ¿Por qué nunca me quiso decir adonde va los viernes? No soporto que se haga la interesante, que se ande con se-cre-ti-tos. ¿Quién se cree que es?

Ayy Amelia querida, ¿Por qué te tuviste que volver tan boluda? Recuerdo cuando me regalaste el álbum de Pink Floyd, fue cuando cumplí los diecisiete. Qué acierto… Me conoces. Puse el álbum y bailamos en el salón toda la noche hasta que amaneció. ¿Te acuerdas? Mamá se levantó porque no podía dormir con la música tan alta, y nosotros abrimos el armario de papá y le cogimos todas las corbatas, las chaquetas y sus sombreros. Tú trajiste tus pañuelos de colores y los zapatos de tacón de mamá. Fue mi mejor cumpleaños. Recuerdo que cuando llegó papá por la mañana nos encontró durmiendo en la bañera y como no nos despertábamos nos abrió la ducha y nos bañó con agua fría. Qué risas… Papá no paraba de reírse y nosotros le decíamos que nos iba a matar, que moriríamos ahogados.

Pero te dejaste ir Amelia. Y me dejaste ir.

Vas a llegar en dos minutos. Lo siento Amelia. ¿Sabes qué? Yo elegí tu nombre. Yo te elegí. Pero las elecciones son a diario, al cariño hay que alimentarlo sino pasan estas cosas.

Porque fue anoche cuando lo tuve más claro que nunca. Me llamó la atención que nos citaras a los tres para decirnos algo, qué podía ser tan importante como para tener que fijar una hora especifica. Entonces dijiste que te vas, que te quieres hacer a ti misma, que no estás bien aquí. Qué daño Amelia. Le haces daño a mamá y a papá, se lo hiciste anoche y les harás mucho daño si te vas. No Amelia, no puedes hacernos eso. Papá y mamá se vendrían abajo si te vas. No puedo dejarte, lo lamento.

Escucho la puerta. No quiero que tengas tiempo de decirme nada que pueda hacerme cambiar de opinión. Adiós Amelia, querida hermana. Así estaremos más tranquilos es por el bien de todos.

 

 

 

 

María Luján

25-11-08

 

 

 

 

 

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CARACOLES AL SOL

CARACOLES AL SOL

En una habitación de un pequeño hotel en el centro de Selviella la Grande, dormía felizmente Cesareo Puñete. El no lo sabía pero iba a ser el día más largo de su vida. Sonó el teléfono y dio tal salto de la cama, que se llevó la sábana enredada entre las piernas, y aun desorientado, tropezó con el pantalón que dejó la noche anterior en el suelo, con tan mala fortuna que fue a caer de bruces contra el aparador de la habitación. Inmediatamente le salió un gran chichón que no le ayudaba en absoluto a suavizar sus facciones algo rudas, el bulto era de tales proporciones que le plegaba parte del ojo derecho, el bueno.

El teléfono continuaba sonando insistentemente. Mientras se sujetaba el montañón de la frente con una moneda de dos euros, le dio tiempo a aclararse, ya sabía donde estaba. Le habían llamado el día anterior bien de mañana. Una voz lúgubre le comunicó que su tía-abuela Silvina había fallecido, que era D. Anselmo albacea de la difunta y que tenía que acudir lo antes posible para hacerse cargo de lo que le había dejado en testamento.

– Si, dígame
– Pues nada que le llamo, para comunicarle que vamos a firmar la herencia en la cafetería D´ANSELMO, mayormente porque me coge mejor hacerlo en el susodicho sitio.
– De acuerdo, no se preocupe, ¿le importaría indicarme como llegar hasta allí?
– Pues nada, sale del hotelillo, gira a la derecha y todo pa lante hasta que se choque con un cartel que pone CAFETERÍA D´ANSELMO con una flecha revuelta que indica que hay que meterse en la callejuela y volver a meterse a la derecha. Allí estaré esperando, en la puerta, para que no se estravíe.
– Genial, en media hora salgo. Hasta ahora
– Eso mismo.

Era todo tan surealista que Cesáreo, nombre que puede agradecer a su tía-abuela Silvina, hermana de su padre y madrina de éste, que no sabía muy bien con lo que se iba a encontrar.

Se fue paseando hasta la cafetería, que estaba 200 metros más allá del hotel, giró en el callejón y a la derecha había un entrante donde se encontraba la tasca. Y allí plantado en la puerta D. Anselmo, hombre corpulento de cintura para arriba, la panza le empezaba en el cinturón del pantalón y moría en la barbilla, lo que le dificultaba bastante los movimientos. Con gesto bonachón se abalanzó sobre Cesáreo y le conminó un buen abrazo y un sentido pésame.

– Vamos padentro amigo, te he preparado algo para desayunar que estarás agotado del viaje de ayer.

Sobre una mesa había un plato con bollos de diez tipos diferentes, otro con jamón, otro con queso, una jarra de vino, un plato de migas. Vamos para dar de comer a veinte personas. El pobre D. Anselmo no sabía que hacer para que Cesáreo se encontrara como en su casa. Era comprensible que Silvina hubiera confiado en él para la tarea de custodiar su testamento.

– Bueno D. Anselmo, si quiere podemos pasar a leer el legado.
– No no, primero coma y coja fuerzas, hay tiempo.

Cesáreo pidió un café con leche y una aspirina, la cabeza le dolía horrores del golpazo que se propinó minutos antes. Tomó uno de los dulces que había en el bodegón. Solicitó leer el testamento, no sin antes decirle como 100 veces a D. Anselmo que no le apetecía comer nada más. D. Anselmo era así, si alguien no comía abundantemente en su casa, se podía llegar a sentir ofendido.

Pasaron a un cuarto trasero, donde había una chimenea encendida y varios asientos. Se repanchingaron en ambos sofás y D. Anselmo comenzó a pelearse con una carpeta azul con gomas. Cuando la hubo abierto revolvió miles de papeles. Ya fatigado por el esfuerzo encontró el documento que buscaba.

Se acomodó gustosamente en los cojines y empezó a leer,

– Yo Dª Silvina Puñete Chico, natural de Selviella la Grande, hija de D. Cesáreo Puñete y Dª Ascensión Chico, vengo a delegar todos mis bienes a mi único sobrino, Cesáreo Puñete Cañas, que consisten en una casa de campo y un criadero de caracoles.

Cesáreo se iba poniendo de todos los colores, la casa de su tía se encontraba en un estado lamentable, según recordaba de los veranos siendo niño. Sus padres le mandaban con tía Silvina durante los tres meses de vacaciones. Se lo conocía al dedillo. Recordaba como cada mañana tenía que ir al corral trasero a vaciar el orinal de toda la noche. Ni que decir tiene que ese era el lugar donde el resto del día aliviaban tensiones.

Lo del criadero de caracoles no sabía muy bien como tomárselo. Se levantó sin saber muy bien para que, solo quería salir de allí cuanto antes y volver a su casa. Le estaba pareciendo todo un poco pesado.

D. Anselmo le dio la enhorabuena, por la buena suerte que había tenido. La granja de caracoles era un negocio en alza en la Comarca y así se lo hizo saber a Cesáreo

– ¿Negocio en alza?, este es un triste pueblo con 20 habitantes, donde jamás me vendría a vivir, ni por todo el oro del mundo y que carajo se yo del negocio de los caracoles
– No se altere Cesáreo, su tía no lo hizo con mala ralea. Sabía que usted lleva sin trabajar un trecho y como conocía que su estado de salud no la iba a dar para muchas andanzas, se figuró que el dinero no le ayudaría por mucho tiempo. Así que encargó que le hicieran un estudio de esos para saber qué empresa podría salir adelante en el pueblo. Y así lo hizo
– ¡¡Dios bendito!!, con ese dinero podía haber salido adelante perfectamente en Madrid, podía haber hecho un estudio de mercado en la zona donde vivo y haber montado el negocio que me hubiera dado la gana.

D. Anselmo viendo que Cesáreo se iba alterando por momentos, se levantó, tirándose primero al suelo, y una vez de rodillas, apoyándose en una mesita, que crujió como lamentándose de su mala suerte. Se puso frente a él, le cedió el documento y salió de allí, todo ofendido.

Cesáreo se sintió francamente mal, no quería hacerle de menos a D. Anselmo, se había portado muy bien con él y le parecía un buen hombre. Salió tras el y le pidió que le enseñara la granja y la casita, hacía muchos años que no pisaba por allí.

D. Anselmo más animado le pidió que le siguiera, cogieron un mercedes antiguo y salieron del callejón, atravesaron todo el pueblo, 3 casas más, y tomaron un camino que salía hacia la izquierda. Los laterales del camino estaban custodiados por enormes árboles perennes, después de circular durante 10 minutos se paró frente a una verja herrumbrosa, y pidió a Cesáreo que bajara y la abriera con una llaves que le alargó.

Cuando el sobrino abrió esa puerta no podía salir de su asombro. La casa que él recordaba, era un casetón medio derruido, viejísimo. Se encontró con una casita blanca muy agradable y bien cuidada, toda ajardinada a su alrededor. No veía granja por ningún sitio. Miró hacia D. Anselmo que aún estaba intentando salir del coche. Éste sonreía complacido por la expresión de Cesáreo.

– ¿Pero que ha ocurrido aquí, esta no es la casucha que yo recordaba?
– Qué se piensa usted que su tía ha vivido como una indigente. No. Cómo ya sabrá su tío Fabian la dejó en muy buena situación económica.
– ¿Mi tio Fabian le dejó una fortuna a la tía Silvina?
– Hombre, pues claro.
– Pero si siempre pareció ir justo de dinero.
– ¿Justo? Quiá. Los gorrinos le dieron bien de perras. El pobre toda la vida guardando cada peseta que ganaba, para no verse en un futuro con una mano alante y otra atrás. Y mire pa que le ha servío, pa ná. Ahora, su tía si que ha sabido gozarlo mientras ha estao presente.

Se metieron a ver la casa. Acojedora, amueblada con lo justo, muy funcional y cómoda.

– Aún no he visto el criadero de caracoles, ¿está aquí en la finca?
– Si si, vamos que le enseño

Salieron por la parte trasera, al fondo se veía una especie de invernadero. Se dirijieron a la puerta y Cesáreo quedó asombrado, era un enorme jardín de setos, parecía un laberinto, en el techo colgaban unos aspersores de riego. Al poco de estar allí, saltó la llave de paso del agua y comenzó a caer una lluvia parecida a una neblina densa. Era bastante agradable la sensación que producía estar allí. Las ramas de los setos estaban cubiertas por caracoles pequeños, de color grisáceo.

– Bueno Cesáreo debo ir a atender mi negocio, le dejo las llaves de la casa y le espero a comer. Ya me contará que decide hacer con to esto.
– Gracias D. Anselmo, sobre las dos me acercaré por su casa

Allí quedó solo Cesáreo, pasmado, en el criadero. Nunca pensó que se encontraría con algo semejante. No sabía aún como asumir los últimos acontecimientos.

Cerró bien todas las cerraduras de la casa y se acercó al hotel a pagar la cuenta y coger su maleta. Volvió a casa de tía Silvina y se acomodó en una de las habitaciones. Olía a limpio, todo estaba preparado para su llegada. Mientras se duchaba, empezó a darle vueltas a la posibilidad de quedarse una semanita y pensar más detenidamente como afrontar la historia. Una buena posibilidad era venderlo todo, sacaría una pasta por todo aquello.

Comió con D. Anselmo, su mujer y sus dos hijos, Luis y Carlos, de diecisite y veinte años. Charlaron durante largo rato después de la abundante pitanza, como bien dijo Dª Laura. Por la tarde, Luis y Carlos llevaron a Cesáreo al pueblo más cercano, Belmonte, un pueblo grande con todo lo necesario para cubrir las primeras necesidades.

Pasaron la tarde recorriendo los mejores bares del lugar. Los hermanos eran conocidos allá donde fueren y eran saludados con bastante algarabía.

A la noche Cesáreo decidió irse a dormir pronto, no podía ni cenar, el día había sido largo y con muchas emociones. Se despidió de la familia, la cual le invitó a desayunar al día siguiente y se prestó para ayudarle a realizar algunas compras para llenar la despensa de su nueva casa.

Pasaron dos meses en los que Cesáreo ni se había planteado volver a Madrid. Allí nadie le esperaba. No sabía muy bien cómo pero se había visto envuelto en la magia que brotaba de aquel lugar. Sin apenas darse cuenta se había hecho cargo del criadero de caracoles, que le había empezado a producir buenos beneficios. Se había afianzado su amistad con la familia Menéndez. Se compró un perro que le acompañaba a todas partes.Todo era perfecto.

Una mañana sonó el teléfono. Cesáreo no estaba acostumbrado a recibir llamadas, pegó un respingo y cogió el auricular,

– Hola buenos días, mi nombre es Guzmán de Arcieles. Podría hablar con D. Cesáreo Puñete
– Buenos días, al habla Cesáreo Puñete, dígame.
– Hola Cesáreo, soy el director de desarrollo comercial de la compañía YOUR FACE, nos dedicamos a la fabricación y distribución de productos cosméticos por todo el mundo.
– Ahá, interesante
– Uno de nuestros artículos estrella es la crema que utiliza como base la baba de caracol.
– Mmmm!!
– Sí, suena un poco repulsivo, pero no se imagina el tirón que tiene entre hombres y mujeres.
– No, no me parece repulsivo, simplemente extraño.
– Efectivamente, la cuestión es que nos gustaría tener una entrevista en persona con usted, el teléfono resulta un poco frío. Ha llegado a nuestros oidos que cuenta con un criadero de una especie de caracol muy rara en Europa. La calidad de sus moluscos es excelente.
– Si, sabía que mis caracoles eran buenos, el negocio va viento en popa (con cara de suficiencia). Bien, parece que tiene todos mis datos, mi nombre, mi número de teléfono, tendrá tambien mi dirección. Paso aquí gran parte del día, vengan cuando quieran.
– De acuerdo, no le quito más tiempo. No nos gustaría demorarlo mucho, si le parece bien mañana mismo podríamos pasar un equipo de YOUR FACE, nos gustaría llegar a un acuerdo con usted.
– Bien, pues hasta mañana entonces.
– Buenos días, Cesáreo y gracias por su tiempo.

Parecía tranquilo durante la conversación, pero por dentro estaba alteradísimo. Cuando colgó las piernas le temblaban sin control. No podía pensar, en su cabeza solo oía una cancioncilla, “caracolcolcol, saca los cuernos al sol, que tu padre y tu madre ya los sacó” No habían hablado en ningún momento del tipo de oferta que le iban a proponer. Pero Cesáreo, sin saberlo aún, ya tenía muy claro en que cuestiones no iba a ceder jamás.

Inés

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Que mi madre y yo tenemos una relación peculiar no es ningún misterio.

Ya he decidido cómo la recordaré cuando no esté, y decidir eso es muy duro. Siempre sé cómo recordaré las cosas cuando aún las tengo presentes. He decidido cómo recordaré a mi madre y está viva, del mismo modo que he decidido qué música sonará en mi propio funeral.

La recordaré, pues, fumando en el coche, escuchando la vieja cassette de Chavela Vargas, volviendo de la playa. Yo no lo sabía, pero por aquel entonces las cosas ya estaban torcidas.

Yo aún no fumaba, pero ya me gustaba aquel aroma del tabaco. Miraba el cigarrillo mientras ella lo sostenía en la mano derecha, haciendo girar el volante suavemente. Nunca hablábamos. Cuando a mí no me daba por cantar, ella ponía la radio.

Mis amigos ya no se sorprenden cuando les digo que no puedo salir a cenar con ellos porque voy a salir a cenar con mi madre. No es lo más normal a mi edad, pero a veces lo prefiero. Salimos, y tomamos algo de vino blanco, y nos ponemos sentimentales. Suelo pagar yo, porque me entusiasma derrochar un poco de dinero pidiendo marisco para las dos. Después vamos a un bar con karaoke. Ella invita a las copas, habla con la gente y ríe a carcajadas. Yo canto canciones que sé que le gustan porque las he aprendido de esas viejas cassettes del coche.

Creo que cuando nos proponemos mirar hacia otro lado e ignorar los problemas, ambas sacamos lo mejor de nosotras mismas. O al menos nuestro lado más divertido. El resto de días, simplemente nos sentimos mal.

Las dos nos ocupamos de nuestros asuntos, viviendo vidas paralelas. Yo necesitaba estar sola, dejándola sola a ella. Las dos cocinamos para uno, las dos pasamos la noche en el sofá.

Que mi madre y yo tengamos una relación peculiar no es ningún misterio, y supongo que tampoco es ninguna excepción. Pero yo ya he decidido cómo la recordaré cuando no esté, y por eso siento que yo la estoy matando.

18/11/2008

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