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Posts Tagged ‘Pinceladas’

MIS VIAJES

Hoy casi se me para el corazón. Me llamo Rebeca Ramírez de Guzmán. Tengo treinta años y no sé qué pinto yo aquí. Sé que desde pequeña he sido muy inquieta, pero apenas tengo recuerdos, tan sólo retazos, pinceladas de niñez. Mi vida reciente ha sido siempre un no parar, he viajado por todo el mundo y en todos mis viajes me han ocurrido montones de cosas curiosas y extrañas. No es que no me guste viajar, pero en este ir y venir, sin apenas descanso, hay algo que no encaja. Hay detalles que no cuadran con el mundo en el que hasta ahora creía vivir, y no acierto a encontrar una explicación. Hoy he visto algo en La casa del Libro que me ha dejado helada, pero acabo de volver de Indochina y creo que he cogido allí un virus que me hace ver visiones.

Como entiendo que no sabréis de qué estoy hablando, os puedo contar uno de mis viajes, cuando decidí visitar Angola, hará unos cinco años. Desde Lisboa cogí un avión a Luanda. Todo parecía normal, pero me sorprendí cuando la azafata comenzó a servir algo de comer. Sobre la mesa, puso la comida en un plato de porcelana y me sirvió agua en un vaso de fino cristal. Después me trajo una pequeña taza con su plato y vertió café en ella desde una cafetera. Las tres piezas hacían juego y eran de una porcelana exquisitamente decorada. Me pareció raro, pero sólo acerté a pensar que se trataba de una compañía aérea algo excéntrica. El viaje lo había contratado desde Madrid, así que, una vez en el aeropuerto, empecé a buscar con la mirada a la persona que haría mi traslado hasta un hotel de la ciudad. Se me acercó un personaje curioso, con sahariana y salacot, que me preguntó con un leve acento portugués:

– ¿Es usted la señorita Ramírez?

–        Sí  – le contesté algo divertida por el aspecto de aquel hombre.

–        Mi nombre es João, para servirla – dijo mientras se quitaba y se volvía a poner el salacot con su mano derecha – Sígame, por favor, si es tan amable – añadió con cierto aire de seriedad.

Le seguí entre una multitud de negros que iban y venían cargando sobre sus cabezas grandes fardos. El hombre se paró ante un coche de caballos y me abrió la portezuela con una ligera inclinación de cabeza, invitándome a entrar. Todo aquello me divirtió sobremanera y acepté encantada la invitación. No me habían dicho nada en la agencia, pero aquel recibimiento me pareció muy original. El coche recorrió las calles de Luanda. Todo me parecía muy primitivo, demasiado, aunque estuviera en África. Se trataba de la capital de Angola, y me había imaginado una ciudad llena de contrastes entre riqueza y pobreza, pero no me esperaba aquel ambiente tan atrasado, como de otra época. Salimos de la ciudad y me empezó a invadir un sentimiento de desconfianza. ¿Adónde me llevaba aquel hombre? Al poco tiempo, apareció ante mis ojos una enorme mansión colonial y me di cuenta de que el coche se dirigía hacia ella. Me tranquilicé, pensé que sería una de las posadas portuguesas, esos antiguos palacios que los portugueses consiguen transformar en acogedores hoteles. Aún así me pareció un poco exagerado como alojamiento, yo no creía haber contratado algo tan lujoso. El coche paró ante la gran entrada del edificio y el hombre llamado João volvió a abrirme la portezuela para que bajara. Enseguida se acercó un negro que cogió mi maleta y la llevó dentro. No me dio tiempo a decirle que no hacía falta, que yo la llevaba.

            João volvió a hablarme con solemnidad:

            – Sígame señorita – y me llevó hasta un precioso salón lleno de muebles de principios de siglo – el señor la recibirá enseguida – y se marchó dejándome sola en aquel decorado tan peculiar. Aquella comedia estaba muy bien, pero estaba empezando a creer que en la agencia se habían equivocado y que habían cambiado mi viaje con el de alguna otra persona.

No sabía muy bien qué hacer, cuando apareció el señor. Sí, digo bien, el señor, tal y como había dicho João. Se acercó a mí ataviado con una delicada bata de seda, con una pipa de marfil en la boca y un monóculo en el ojo derecho. Me tendió la mano, yo le di la mía, se la llevó a sus labios y me plantó un delicado beso en el dorso. Mi asombro iba en aumento, pero le seguí el juego y doblé mis piernas a modo de pequeña reverencia. Por un lado todo aquello era muy divertido y me dejé llevar, ¿por qué no?

El señor de la bata de seda me habló y fijaos en lo que me dijo:

– Señorita Ramírez, estamos encantados con que haya aceptado este trabajo. Estamos seguros de que pasará un estupendo verano entre nosotros y de que se llevará un grato recuerdo de esta tierra tan lejana de la suya.

¿Trabajo? Sí, mis oídos no me habían engañado, había dicho trabajo. No me lo podía creer, yo no había ido a Angola a trabajar, yo sólo quería conocer el mundo de punta a punta. Definitivamente, alguien había cometido un terrible error conmigo. Pero estaba paralizada, no acertaba a quejarme y el señor continuó:

            – Le gustarán las niñas, ya verá. Son algo revoltosas, pero no hay nada que no se cure con una buena educación – y por fin lo soltó – ¿hace mucho que es usted institutriz? – ¡Dios santo! ¿En que mundo vivía ese hombre? ¿Qué chorrada era esa de ser institutriz? Seguro que todo era una broma, pero no entendía por qué me la estaban gastando, y sobre todo, ¿quién me la estaba gastando?

            Corriendo y riendo, llegaron dos niñas idénticas, de unos seis o siete años. Llevaban un bonito vestido rosa pastelón, con vuelo desde la cintura y largo hasta los pies, y lucían un largo pelo brillante, peinado con tirabuzones, y sujeto con un lazo de seda, también de color rosa. Saltaba a la vista que eran gemelas. Se pararon en seco junto a mí, a un gesto del que supuse era su padre, e hicieron una graciosa reverencia a modo de saludo, mientras decían las dos a coro:

            – Bienvenida señorita Ramírez.

Me cantaron una canción en portugués de la que apenas entendí las palabras “maestra” y “amiga”. Acto seguido me cogió cada una de una mano y me arrastraron hasta el jardín con la intención de empezar nuestra relación montadas ellas en sendos columpios y yo empujándolas hacia lo más alto.

            No comprendo qué poder sobrenatural me llevó a aceptar ser la institutriz de aquellas niñas durante los tres meses de verano. ¿Qué mano movía mis hilos para que no hiciera nada por marcharme de allí? ¿Por qué seguí con aquella absurda broma, e incluso la disfruté como si fuera la cosa más natural del mundo? Llegué a tener una entrañable relación con las niñas, llamadas Filomena y Margarida. Les hablé de cosas de mi mundo de las que nunca habían oído hablar, y me encantaba ver su carita de asombro ante lo que creían que eran cuentos inventados por mí. Me gustaban las largas charlas que mantenía con su padre observando el anochecer desde el gran porche de la mansión. Aprendí a llamarle don Gonçalo, como le llamaban los demás trabajadores a su cargo, y me acostumbré a su español educado y arcaico que se esforzaba en pronunciar correctamente, tratando de evitar el acento portugués.

            Cuando acabó el verano, volví a casa agradecida por la rica experiencia que acababa de vivir, aunque no supiera, ni por asomo, a quién debía mostrarle mi gratitud. Rápidamente me puse a planificar mi próximo viaje y dejé para una mejor ocasión  el tratar de desentrañar aquel misterio.

            Otras cosas raras me han ocurrido en mis continuos viajes, pero sería largo de contar. Sólo quería describir mi viaje a Angola para que comprendierais por qué hoy me siento tan nerviosa. Por qué siento que no sé quien soy. ¿Serán visiones? ¿Estaré perdiendo la razón? Hoy he visto en el escaparate de La Casa del Libro uno que se titulaba “Las vivencias de la señorita Ramírez como institutriz en Angola” de una tal Beatriz de Valbuena y Noriega. Imaginaos mi sorpresa. He entrado corriendo en la librería y he buscado el libro como una loca entre los montones de las mesas. Cuando lo he encontrado, he leído en la contraportada el argumento, que es, no cabe duda, mi verano en Angola. En la solapa de la cubierta consta que la autora nació en Madrid en 1881 y murió en Santander en 1935. Casi se me para el corazón cuando, para rematar,  he leído en la solapa contraria lo siguiente:

           

Más títulos de la serie:

–        Las increíbles aventuras de la señorita Ramírez por el Amazonas.

–        La señorita Ramírez aprende a comer con palillos en China.

–        La señorita Ramírez conoce el amor en Egipto.

–        La extraña enfermedad que contrae la señorita Ramírez en Indochina.

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El joven, corriendo, cruza el vestíbulo del edificio rumbo al ascensor. Antes de que sus puertas se cierren introduce el píe dentro. Inmediatamente estas se abren. El muchacho entra y sonríe. Al otro extremo del ascensor está un hombre mayor, vestido de negro, con cara de sueco. El chico aprieta el botón de la octava planta. A continuación mira al señor.
– ¿A cuál va usted, caballero?
El tipo le indica con el dedo la quinta planta. El muchacho se gira hacia el hombre.
– ¿Pertenece al departamento de cuentas? ¿O al de publicidad?
– Sólo he venido a ver a un amigo –responde el tipo secamente.
El muchacho pulsa el botón. El ascensor comienza a moverse.
El joven se apoya en la pared y silba una tonadilla. Entretanto, de reojo, observa al hombre. Esos pantalones de lana, esa camisa de pana, esos zapatos de cuero, piensa el muchacho, joder, este tío no está en la onda.
El ascensor se detiene. Se abren las puertas.
El hombre, sin siquiera despedirse, se abre paso hasta la salida. El joven lo observa con cara de desagrado. Acto seguido las puertas vuelven a cerrarse. El muchacho se coloca de nuevo en la pared y mira a su alrededor.
– ¡Vaya!
En aquel momento el chico descubre que el viejo se ha dejado allí la maleta. El joven agarra el bolso y espera. Cuando el elevador ha llegado a su planta, el muchacho aprieta el botón de bajada.
¡Plin!
El elevador se detiene y las puertas se abren.
El chico sale. Mira a uno y otro lado. Un grupo de gente corre por la sala hacia la salida. El joven se acerca a uno de los hombres y le pregunta qué ha pasado.
– ¿Que qué ha pasado? –repite el hombre, pálido-. Pues que al jefe de contabilidad le acaba de dar un infarto.

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La chica del periódico está montada en el metro. En el metro hay más gente; personas anónimas, mezcladas entre sí, todos con sus quehaceres y sus inquietudes; lo cotidiano. La chica del periódico va enfrascada en la lectura, sin reparar en nada más. El renquear del vagón la mece en una prisa calmada. Todavía quedan algunas paradas para llegar a La Latina.

La chica del periódico está despejada; se ha tomado dos cafés a lo largo de la mañana. Ha redactado dos informes que tenía pendientes; también ha hecho una pausa para fumar un cigarrillo y ha charlado con su compañera de despacho. Lo que no sabe es que, tal y como acordaron sus jefes ayer, de no haber terminado esos informes hoy la habrían despedido.

Aunque ahora está despejada, leyendo el periódico, tiene sueño. Anoche estuvo mirando vídeos en Internet hasta muy tarde. Se conectó para buscar vuelos baratos a Estambul y para consultar su correo electrónico, pero un amigo suyo le pasó un par de enlaces. Quería acostarse, pero vio los vídeos y se río mucho; siguió mirando, y cada vídeo le llevaba a otro, e iba así, pinchando aquí y allá. De repente habían pasado dos horas. Decidió plantarse cuando terminó de ver todas las actuaciones de David Hasselhoff.

Cuando el despertador suena por quinta vez y la chica del periódico se levanta por fin, no es capaz de recordarlo, pero lleva tres noches soñando con el cielo de París. Sin embargo, no hay tiempo para hacer memoria por las mañanas, ni siquiera hay tiempo para desayunar; como todos los días, hoy la chica del periódico se ha arreglado en 10 minutos y ha salido corriendo para el trabajo. Si esta mañana se hubiera pesado, se habría dado cuenta de que ha perdido dos kilos desde la semana pasada.

El metro llega a La Latina, y la chica dobla el periódico y lo mete en la mochila. Piensa que, a un par de manzanas de allí, ya la están esperando sus compañeras de la universidad. Como cada miércoles, es la reunión semanal de la Piña Colada, y esta semana le toca a ella llevar las maracas.

El miércoles pasado no fue a la cita semanal porque le salió un plan mejor; el chico del gorro le propuso por fin que fueran al cine. La chica del periódico puso a sus amigas una excusa; dijo que no se encontraba bien. No sabe que al salir del cine, justo cuando el chico del gorro la estaba besando, una de las compañeras de universidad los vio y se lo dijo a las demás.

La chica del periódico no se da cuenta, pero ya ha quedado mal con sus amigas demasiadas veces. Ellas, cansadas de los desplantes, han decidido cambiar de sitio sin avisarla. En este momento están en la zona del Santiago Bernabéu. Ella, ignorando la exclusión, camina hacia el sitio habitual, pensando en el chico del gorro y preguntándose por qué no la ha vuelto a llamar.

Con la idea de la suerte bajo el brazo, la chica del periódico va por la vida, va caminando hacia sus desencuentros, y todavía se sorprende de que le ocurran estas cosas. Todavía abre los ojos como platos cuando le dan ciertas noticias. Todos los días se sorprende de encontrarse mal, de tener sueño, de que le pongan mala cara en el trabajo, de que los demás no le devuelvan las llamadas, de no encontrar nunca su vuelo hacia cualquier otra parte.

En el mismo momento en que la chica del periódico está entrando en el local de La Latina, esperando encontrar a sus amigas, un boletín con ofertas de viajes entra directamente a la carpeta de spam de su correo electrónico.

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