Y así acabó la historia. Igual que había empezado. Con un perrito de por medio. Pero, antes de adelantar nada, como en todo buen relato, comencemos por el principio.
Todo empezó una tarde de enero. Aquel día acompañé a mi amigo José a dar un paseo a su perro por el parque. El chucho no paraba de ladrar a todo aquel con el que nos cruzábamos. Entonces, entre ladrido y ladrido, una joven morena, bajita, de larga melena, se acercó a nosotros. Se agachó para acariciar al perro.
– Ten cuidado –dijo mi amigo-. Muerde.
Pero ella, a pesar de todo, sonrió y se inclinó sobre la cocorota del perrillo. Al tenerla encima el animal cerró los ojos y calló. Mi amigo y yo nos miramos. Entonces ella nos sonrió a nosotros. Y a continuación nos contó que le encantaban los perros y que siempre había querido tener uno, aunque, su casera, una mujer cruel, no la dejaba tener animales en el piso. Así que, según decía, por ahora, se conformaba con ver a los de los demás.
Aquel fue nuestro primer encuentro. Pero no el único. Días más tarde, en el metro, descubrí que la chica había empezado a trabajar en un bar que había cerca de mi oficina. Así que empecé a encontrármela día sí y día también. Al principio sólo nos saludábamos y nos despedíamos. Pero, poco a poco, con el paso de las semanas, las barreras de lo cortés fueron desmoronándose hasta llegar a entablar largas conversaciones sobre por dónde solíamos salir, que habíamos hecho el fin de semana o si éramos más de whisky o de vodka.
– Ni de uno ni de lo otro –respondió ella-. A mí me va el tequila.
Una tarde, al salir del trabajo, decidí cambiar un poco el ritmo de la semana y me fui al cine. Vi de Búster Keaton. Al salir de la película, mientras me fumaba un cigarrillo al lado de la taquilla, descubrí a la chica entre la gente. No dudé. Ella también fumaba un cigarrillo. Levanté la mano y la llamé en alto. Ella, al verme, sonrió. Me preguntó qué hacía por allí, si solía ir solo al cine, y si me gustaban aquel tipo de películas mudas. Yo le contesté que sí a todo.
-Pues a mí también -confesó ella.
Entonces decidimos que a la próxima proyección no iríamos solos. Ya que, así, por lo menos, el bol de palomitas no se quedaría a la mitad.
Y, así, entre palomitas y fotogramas, decidimos tener lo que sería nuestra primera cita. Aquel día fuimos a cenar y luego al cine. Comimos en un restaurante italiano, donde, a pesar de no haber velas, creamos una buena atmósfera romántica con el cenicero y la llama de un mechero. Después, tras las pizzas y los espaguetis, nos fuimos a ver una película de Charlie Chaplin. Nos reímos mucho. Sobre todo cuando el del bastón cogía esa enorme bola del mundo y se ponía a bailar. Me recordó a mi jefe. Y, por las risas de ella, supongo que a ella también le recordó a alguno. Al salir del cine nos encontramos las calles nevadas. Como queríamos continuar la cita pero hacía mucho frío, decidimos buscar otro lugar más resguardado. En un primer momento pensé en mi casa. Y, por su cara, estoy seguro de que ella también pensó en la suya. Pero, finalmente, siguiendo esa ética no escrita de las primeras citas, convenimos quedarnos en mi coche. Allí, tapaditos con los abrigos, mientras el interior se calentaba con la calefacción, hablamos, charlamos y parloteamos de todo lo humano y lo divino. Y de esta forma tan tonta, entre bromas y risas, con el freno de mano en el culo y el volante oprimiéndome el pecho, me lancé a besarla. Fue un beso cálido, sincero, explosivo, como si te metieras un chute de oxígeno (aunque esto último no sé si fue por la falta de aire ante la opresión del volante). Pero, en suma, fue algo impresionante. Después de besarnos nos abrazamos, nos acariciamos y, como una cosa lleva a la otra, acabamos haciendo el amor allí mismo. Para, luego, inexplicablemente, quedarnos juntos en el asiento del copiloto, pegados como chinches, dibujando figuras en el vaho de la luna delantera.
A partir de ahí ese momento empezamos a salir. Para no agobiarnos, decidimos no ponerle a la situación ningún tipo de nombre, es decir, aunque por dentro lo estuviésemos deseando, no nos llamaríamos novios, ni amigos ni amantes. Nada. Lo cual era complicado a la hora de dar explicaciones cuando te encontrabas con un amigo. “He quedado con la chica con la que salí el otro día”, decía muchas veces, o “hoy voy a cenar con la chica con la que el fin de semana pasado fui al cine a ver una película”, señalaba otras. Entonces, ante esta tesitura de extrañas nomenclaturas, decidí abreviar y llamarla cosa. Sí. Ella sería “mi cosa”. A lo que ella respondió bautizándome como “bicho”. “Su bicho”. Así pasamos varios meses. Meses en los que ella no paró de reírse. Ni de día ni de noche. Saliendo a todas horas. Al cine, de tapas, a tomar copas, a tomar pinchos, a los museos, a cotorrear por el parque, a acurrucarnos juntos en el asiento de atrás de mi coche. Y ella siempre riéndose. Hasta que, dos o tres semanas después, a finales de febrero, de repente, la vi volverse taciturna y esquiva. Yo, al principio, no llegué a comprender aquel cambio, y me pasaba el día preguntándole si le sucedía algo. Finalmente, tras varios días detrás, me contó que estaba deprimida. Sus padres habían discutido y su hermano menor se había ido de casa. Yo, por mi lado, ante aquel panorama, intenté pasar más tiempo con ella. Entonces, para darle una alegría, un día le regalé un enorme oso de peluche azul. A ella le gustó mucho. Tras aquello ella fue perdiendo aquella negra melancolía para, lentamente, ir recuperando nuestro ritmo habitual de vida.
Después de aquel bache los días fueron cayendo como hojas de un frondoso calendario. Los días se hacían más cortos, las noches se alargaban hasta la madrugada, y sus labios alimentaban más que las comidas. Fue en aquella época también cuando empezamos a presentarnos a nuestros amigos. Ella me presentó a un par de compañeras del trabajo, a una amiga de la infancia y a una ex novia de su hermano. Yo, por mi parte, le di a conocer a mis amigos del barrio y a sus respectivas novias, con los que llegamos a salir en un par de ocasiones.
– ¿Y te acuerdas la primera vez que te vi? -me dijo ella en alguna de esas citas múltiples- Pensé que eras un panoli.
– Vaya…–respondí- Y yo que creía que tú eras una zorra
Los dos reímos. El alcohol tiene esas cosas.
Pero, con el paso de los meses, las presentaciones no quedaron ahí, y, por alguna extraña conexión, llegué a conocer a su hermano y, posteriormente, a sus padres. A estos los vi por primera vez en un centro comercial. Ella había quedado con ellos para comer y yo, tras haber rechazado varias citas anteriores, esta vez, me veía obligado a aceptar.
Comimos en un restaurante chino. El padre, antes de comenzar la comida, pidió un par de palillos.
– Así es como lo hacen en China -me dijo dándome un golpecito en el hombro.
Acto seguido agarró el rollito de primavera que acababa de pedir y este salió disparado hacia la mesa de al lado. El hombre manchó el vestido de una señora con mala cara.
– Si es que estos palillos no son auténticos, estos chinos han copiado hasta sus propios palillos –dijo enfadado.
Tras aquella reunión llegaron otras más. Esta vez con otras comidas de por medio. Enchiladas. Costillas a la brasa. Paellas. Un día creí reventar.
Fue entonces, en plena primavera, cuando ella volvió a caer en un extraño estado de apatía. Durante días dejó de hablarme. Decía que quería estar sola. Pesadamente aquellos días se convirtieron en semanas. Entretanto yo intentaba pasarme por su casa todas las tardes para animarla un poco. Finalmente, tras muchas horas en la cama charlando, me dijo que estaba así porque había tenido problemas en el trabajo. Yo la abracé con todas mis fuerzas.
– Siempre estaré a tu lado –le dije.
Ella sonrió.
Días más tarde, para darle una sorpresa, le regalé un viaje a Italia. Quince días de vacaciones alejados de todo y de todos, solo para nosotros, para encontrarnos, querernos y tirar alguna que otra columna del Foro romano.
Aquellas fueron unas vacaciones estupendas. Roma, Florencia y Venecia. Todo era bellísimo. A pesar de las chinches de algunas camas, las persianas donde se colaba la luz desde las seis de la mañana y los simpatiquísimos recepcionistas que nunca nos entendían y sólo farfullaban levantando las manos. Pero bueno. Durante aquellos días ella pareció olvidar todos sus problemas y recuperó su enorme sonrisa. Ahora, de nuevo, se reía. A todas horas. Comiendo espaguetis, raviolis, pizzas e incluso repollos. A pesar de tener que soportar luego sus flatulencias. Pero en aquel viaje aquella no fue la única barrera que rompimos. Cayeron otras. Como el vernos sentados en la taza del váter. O el descubrir que, sobre todo tras un paseo por la Roma imperial, al otro también podían olerle los píes como a un mendigo. Pero, a pesar de ello, aquellas cosas terminaron por unirnos más. Ahora ya no éramos solo unos personajes ideales. Éramos reales. Y eso me encantaba. Pues una persona que se tire pedos, eructos y se muerda las uñas, por mucho que quieran lo contrario, a mí siempre me parecerá más encantadora que cualquier muñeca del Corte Inglés.
Tras aquellos días ociosos volvimos a casa. Cada uno a la suya. Por aquella época empecé a sopesar la idea de que, ya que nos conocíamos y nos queríamos, por qué no podíamos también proponernos compartir la misma casa. Me parecía una buena idea. Y por eso estuve durante días, en secreto, buscando piso. Buscaba uno espacioso. Sin casero. Donde a uno le dejasen tener perros, hijos o cualquier otro animal de compañía. Mientras tanto ella volvió a su trabajo. Durante aquel tiempo nos especializamos en ir a centros comerciales. Entrábamos en las tiendas, revolvíamos todo y no comprábamos nada. Pero nos divertíamos. Incluso un día que ella se sintió inspirada, como Cervantes, llegó a hacerme una felación en un probador. Fue genial. Por supuesto no nos llevamos el jersey con el que nos habíamos limpiado. En general aquellos fueron días felices. Como siempre. Pero, de repente, un día, como en todos los cuentos, ella volvió a ponerse melancólica. Esta vez no quiso decirme cuál era el motivo. Me pasé tardes y noches a su lado. Por la tarde, para mitigar aquella silenciosa pena, salíamos a cenar fuera. O a darnos una vuelta al parque de atracciones. O a tomar algo con sus amigos. Mientras que, por las noches, me quedaba en su casa abrazándola. Viendo películas mudas. O hablándola hasta que se dormía. Pero la situación no cambiaba. Fue entonces cuando decidí darle una sorpresa. Tras buscar un piso en el periódico, entrevistarme con los dueños, y entregarles un adelanto, por fin, a pesar de que a mí no me gustaban, decidí comprar un perrito en una tienda de animales. Sí. Ahora ella alcanzaría su sueño. Con casa, novio y perro. Ni amigo, ni cosa ni amante. Novio. Por eso, una tarde de comienzos de junio, cuando el calor empezaba a apretar, metí al animal en una caja y, con ella bajo el brazo, marché a verla. Finalmente, tras varios fracasos, había encontrado a la persona idónea. ¡Y sin la ayuda del tarot, los signos del zodíaco o las noticias del telediario!
Llegué a su casa. Llamé al telefonillo y ella me abrió la puerta. Subí hasta su piso. Y, tras colocarme la caja donde iba el perrito a la espalda, golpeé la puerta varias veces. Ella entreabrió, me lanzó una rápida mirada y me dijo que no quería verme.
– ¿Pero por qué no quieres verme hoy? –dije yo.
– No quiero verte hoy. Ni mañana. Ni nunca –respondió ella.
Yo arqueé las cejas sorprendido y le pregunté que demonios le pasaba. Ella me soltó algo que yo no llegué a comprender y, acto seguido, cerró. No volví a llamar al timbre. Algo me decía que aquello, efectivamente, se había acabado para siempre. Tras varios minutos noqueado el perrito ladró. Entonces comprendí que era el momento de irme.
Salí a la calle. Abrí la caja y saqué al perro. Le até la correa que me habían regalado en la tienda al cuello y, juntos, paseamos bajé aquel maldito sol de aquel maldito martes de junio. Yo no quería volver a casa. Ni quería ir al cine. Ni quería nada. Así que seguí andando hasta llegar casi al otro extremo de la ciudad. Cuando quise darme cuenta estaba al lado de la calle de mi amigo José. Entré con el perrito en el parque que hay al lado de su casa y el animal, al ver aquel gentío, dio varios saltos e intentó meterse entre las piernas de la gente. En ese momento me senté en uno de los bancos del paseo. Toda la historia, como toda buena historia, se había acabado. Ahora sólo quedaban los restos. Los puntos suspensivos. O el punto y final. O, simplemente, el abismal espacio en blanco. Lo típico de cuando se acaba algo. Entonces escuché al perrito ladrar más fuerte. Alcé la vista y vi cómo una mujer se acercaba a mí. Era una chica rubia. Alta. Con el pelo corto. La muchacha, al verme con el animal, me saludó y se agachó.
– Me encantan los perros -me dijo.