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Posts Tagged ‘Absurdo’

¡BUF!

–Puedes contármelo, prometo no enfadarme

–No pasó nada, de verdad

–Hombre, has estado dos días sin apenas dar señales de vida. Iba a llamar a las fuerzas de seguridad

–Es que una cosa llevo a la otra, los amigos me liaron…

–Bueno, tú dímelo. Seré comprensiva. Entiendo cómo sois los hombres. Se que hay que dejaros vuestros momentos de libertad para que descarguéis el estrés

–¿Momentos de libertad?

–Ya me entiendes hombre, que salgáis… con vuestros amigotes y tal

–¿Amigotes?

–Que pasa, ¿Acaso no fuiste con tus amigos? ¿Fuiste a ver al presidente?

–Si, sí

–¿Y qué más hicisteis? Aparte de pillaros una buena, ¿Debatir sobre el Estado de la Nación?

–Je… si

–¿Ves? Si es que no sabéis hacer otra cosa, más que beber y beber, como cosacos. No tenéis ni idea de lo que cuesta todo, del esfuerzo necesario, del sacrificio

–Joder, si sólo fueron unas cervezas

–¿Unas cervezas? Parece mentira, con cuarenta y cinco años y borracho como una cuba

–Que no, que no. Es que tenía el estómago vacío y me sentó mal

–Ni beber sabes. ¡Mírate!. Llevas dos días que no paras de vomitar. Vas de un lado a otro como un zombi.¡Un zombi de cincuenta años!

–Tengo cuarenta y ciiiiinco.

–Bueno, ¿Y qué más?, ¿Qué más hicisteis?

–Nada, salimos por ahí

–¿Por ahí?… ¡Oye!, ¿No os iríais de putas?

–Nooooooooooo

–¿Os fuisteis a un burdel?

–¡Jamás! Niego tajantemente…

–Mírame y dime que no, ¡Putero!

–Nos dijeron que era un local social, una discoteca

–¡Serás… guarro!

–Pero sólo había bailarinas. Nos dijeron que era un sitio cultural, un nosequé de las Civilizaciones. ¡Se llamaba “El Grecia” y todo!

–¿Cultural?, cultura te voy a dar yo a ti… ¡Oye, ven aquí! No te vayas cuando te estoy hablando

–¿Qué quieres ahora?

–¿Alguien te vio?

–¿Cómo que si alguien me vio?

–Sí, ¿Que si alguien te reconoció?, eres una figura pública

–No, no creo

–Y tus compañeros, ¿No te dijeron nada?, ya me estoy imaginando los titulares: Diputado beodo se va de putas

–No me vio nadie mujer

–En serio que no me causas más que disgustos. A ver si te marchas con la fresca de una vez

–¿Quieres que me marche de casa?

–Si

–Joder mamá, cómo te pones por una juerguecilla

perrolluvia

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dodi-3

La tortuga Dodi es especial, en muchos sentidos, de muchas maneras, todos los días.

Ya son bien conocidos sus episodios coléricos, como cuando el genio de la botella se rió de ella. No le gusta que la tomen por tonta. Ella va por la vida, pasito a pasito, con la nariz levantada, muy digna. Hay que tener cuidado al tratar con ella; no sabe que es un bomba a punto de estallar.

Por ejemplo, están los episodios con la lechuga. A Dodi le encanta la lechuga, y es prácticamente lo único que le gusta. Muchas veces, si le sirven croquetas, gambas a la plancha o cualquier otra cosa que lleve hojitas de lechuga en el plato de guarnición o de adorno, ella se come sólo la lechuga y tira el resto. Y pide más, sólo para volver a comerse la lechuga. Y le gusta mucho, pero como no le llena, tiene que comerla en abundancia. La mastica con los ojos en blanco, moviendo circularmente la boca, y hace un ruido, «Groanch, groanch, groanch»

Un día Dodi, en su camino a Londres, fue a parar a un buffet libre de ensaladas y se puso muy contenta. Movió sus patitas hacia el local y entró. Pagó 10 euros, se sentó en una mesa y pidió la ensalada especial del día. Tuvo que esperar un poco; empezó a relamerse.

Por fin le pusieron el plato delante, pero se dio cuenta de que algo no iba bien. Lo miró. Identificó varios ingredientes. Vio coles de bruselas. Vio espinacas y endibias. Vio canónigos y rúcula. Vio zanahorias y tomates, y maíz y espárragos. Vio incluso arroz, cus-cus, lentejas y garbanzos. Pero no había lechuga por ningún lado. Contrariada, levantó la vista hacia el camarero.

Pero… pero… ¿dónde está la lechuga? ¿No hay lechuga? ¡No hay lechuga! Es imposible. Sólo he venido por la lechuga.

Miraba alternativamente al plato y al camarero; éste se rascaba la cabeza.

¡No hay lechuga! ¿Dónde está la lechuga? ¡No hay lechuga! Esto es un timo

Lo siguiente que hizo fue, con la ayuda de sus abogados, cerrar el buffet libre.

(Idea original de cuentagotas y Kalitro. Texto de cuentagotas y dibujo de Kalitro.)

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La Tortuga Dodi sigue empecinada en fundar Harrods, así que con paso firme, incansable, pero lento, marcha poco a poco hacia el norte, para llegar a Londres. Aún no le han dicho que Harrods ya está fundado, claro, porque Dodi tiene muy mal genio y se pillaría un berrinche de padre y muy señor mío.

Sin embargo, como aún conservaba la botellita con el genio, Dodi pensó que si iba a fundar un centro comercial, debía mantener el afán consumista, así que le pidió al genio cada noche del 31 de Diciembre al 1 de Enero poder viajar por todo el mundo visitando a todos los niños. Una vez en sus habitaciones les toca la frente con la patita para ver si están dormidos. Si es así y han sido buenos, Dodi se mete debajo de las sábanas y saluda a los niños, les pregunta si han sido buenos y les da un regalo.

Dodi hace esto vestida al uso de Papá Noel. Año nuevo no tiene nada que ver con Papá Noel, pero de nuevo no le han dicho nada por temor a sus berrinches.

Una vez que ha viajado por todo el globo y repartido millones de regalos, Dodi vuelve al lugar de donde partió y sigue con su viaje incansable hacia Londres, pasito a pasito.

(Idea original de cuentagotas y Kalitro. Dibujo de cuentagotas y texto de Kalitro.)

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La tortuga Dodi

dodi-1

Hoy les voy a deleitar con la increíble historia de cómo una tortuga corriente y moliente (aunque con un rato de clase, fíjense sino en el sombrero y la pipa) llegó a ser la dueña de Harrods.

Iba esta tortuga sin nombre paseando por la orilla de la playa cuando de repente encontró una botella. Se puso muy contenta, porque era su cumpleaños y hacía tiempo que escaseaba el bebercio. ¡Pero no! Esta botella tenía genio.

Hola, tortuguita, es tu día de suerte, te concedo tres deseos.
Hmmm… ¡me gustaría vivir 100 años!

El genio se echó a reír, y la tortuga por poco lo tira al mar, porque para genio el suyo. Después de media hora de explicarle el genio que las tortugas ya, por lo general, vivían 100 años o más, comprendió por fin por qué su deseo había sido ridículo.

Oh. Vale, pueeees… Verás, mi mayor miedo es que se produjera un ataque nuclear… Me siento tan indefensa. Me gustaría que me inmunizaras por si algún día pasara eso. No sé, dame una armadura para protegerme, o algo.

Una gota de sudor recorrió la frente del genio.
¡Pero que tienes un caparazón, gilipuertas!

Al final, la tortuga se contentó con pedir que la llamaran Dodi. Todo lo demás vino por añadidura.

Y díganme, ¿qué otra cosa podría pedir una tortuga? ¿Eh? ¿Eh? ¿EH?

Ala, ala.

(Idea original de cuentagotas y Kalitro. Dibujo y texto de cuentagotas)

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Muñecas rusas

Un parque. Un hombre se sienta en un banco. Saca un paquete de tabaco. Se enciende un pitillo. En ese momento aparece otro hombre. Se coloca en el banco de enfrente. Mira fijamente al tipo del cigarrillo. “¿Y este tío? Parece que lleve días sin comer. Esos pantalones largos, esas alpargatas, esa barba. A lo mejor se separó. O perdió el trabajo. Puede que la familia no quiera saber nada de él. ¿Por qué? ¿Era alcohólico? Quizá no pudo soportar la perdida de un hijo y se dio a la bebida”. En ese instante llega un tercer hombre. Se sienta en otro de los bancos. Deja las bolsas de plástico que lleva en la mano en el suelo. Mira a ambos lados. “¿Y estos tipos? ¡Qué raros! Uno andrajoso y otro con traje. Mirándose insistentemente. ¿Qué demonios harán aquí a estas horas? El del traje lleva los zapatos manchados. Seguro que ha estado detrás del otro durante días. Quizá le deba dinero. O pertenezcan a clanes rivales. Habrán estado esperando a estar solos para arreglar las cosas. Pero… ¿Quién estafó primero a quién?”. El tipo de la barba se mete la mano en el pantalón. El del traje abre su maleta. Y el de las bolsas rápidamente rebusca algo en el interior del bolsillo de su chaqueta. Entonces, de repente, aparece otro hombre.

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LE CONOZCO

Roberto sube las escaleras del hospital, como cada mañana, silbando, abstraído en sus pensamientos.

Julio sale del despacho del departamento de compras. Acaba de tomar nota de un pedido de material de quirófano. Como siempre se para un instante con Noelia, la secretaria del Jefe de compras. Pone su mirada seductora, se apoya ridículamente en la pared. Noelia le ríe las gracias.

Roberto pasa un momento a la sala de descanso, se prepara un café y mientras levanta la taza se le cuela la corbata dentro. Instintivamente aparta el café esparciéndolo por parte de la mesa y del suelo. Cuando se agacha se le caen, sobre el café, los papeles del portafolios. Entra Mónica y viendo lo acaecido le coloca una mano en el hombro,

─Roberto vete a la consulta, llegas tarde, ya recojo yo esto y me reúno contigo en un minuto.
─Gracias Mónica, no sé que haría sin ti.
─No importa. Estoy acostumbrada.

Roberto sale para dirigirse a su consulta.

Julio deja de coquetear con Noelia y se despide, cual Don Juan, mientras Noelia respira imperceptiblemente aliviada. Sale con destino a las escaleras de salida.

A tres despachos de distancia Julio ve a Roberto. Éste le mira. Julio le mira. Sonríen

Julio le alarga la mano ─¡Hombre! cuanto tiempo.
─Pues si, mucho tiempo ─contesta Roberto
─¿Qué tal la familia?
─Bien, ya sabes, los niños ya muy mayores, Inma trabajando mucho. ¿Y tus niños?
─Bien, muy bien, son dos niñas ─mientras piensa, Inma, Inma, no recuerdo
─Cierto eran dos niñas. ─dos niñas, y ¿cómo se llamaban?
─Si. La mayor ya va al instituto.
─La mayor Mmmm como pasa el tiempo.
─Y ,¿cómo es que andas por aquí?, tienes a alguien enfermo?
─No, trabajo aquí, soy cardiólogo. ¿Recuerdas?.
─Ahá, ya ─cardiólogo, cardiólogo, pues no me suena
─Y tu, ¿tienes a alguien aquí? ¿Te puedo ayudar en algo?
─No, no, gracias. Ahora soy comercial, vengo a este hospital desde hace dos años. Distribuyo material de quirófano ─dice Julio, intentando recordarle─
─Perdona, me está sonando el móvil ─se excusa Roberto
─Sí, claro, como no.

Julio se da la vuelta y se aleja prudente. ¿Cómo se llamaba este tipo?, ¿de qué le conozco?. Que vergüenza, siempre me pasa lo mismo.

Roberto, mientras tanto, contesta el teléfono:

─Hola Inma, cariño.
─…
─Aquí en el hospital.
─…
─No, aún no he llegado a mi consulta. ¿Sabes?, me he encontrado con un antiguo conocido y lo estoy pasando fatal. No recuerdo su nombre, ni de qué le conozco.
─…
─Ya, soy un desastre, pero no sé que preguntarle para salir de dudas. Llevamos un rato hablando y
─…
─No, no es de la facultad, al menos eso creo
─…
─Pues porque es comercial
─…
─Ya, ya se que ganan más dinero que yo, esa no es la cuestión. No creo que pase nueve años estudiando para patearse los hospitales vendiendo jeringuillas.
─…
─De acuerdo, luego te llamo.

Roberto se acerca a Julio

─Inma, que me llama siempre a estas horas para asegurarse que he llegado.
─Que atenta.
─Si, demasiado. Me vas a perdonar pero es que, esto, no se como decírtelo
─Di hombre, no pasa nada, hay confianza.
─Pues fíjate, que no recuerdo de qué te conozco.
─¡Qué alivio!, yo tampoco te recuerdo.
─¿De dónde eres?
─De Talavera de la Reina, he vivido allí toda mi vida, hasta hace dos años, que me vine a trabajar aquí.
─¿No has estudiado en la Universidad de Salamanca?
─No, no. Estudiar, lo que se dice estudiar, más bien poco.
─Y ¿cómo te llamas?
─Julio, ¿y tú?
─Roberto
─Encantado Roberto
─Igualmente Julio. Vaya pues no nos conocemos, que malentendido más extraño. No me había ocurrido en la vida.
─Bueno, pues ya nos conocemos. Hasta la próxima Roberto.
─Ciao Julio. Pasa por mi consulta cuando quieras. Si necesitas algo ya sabes dónde trabajo.
─Lo haré, gracias. ¡Ah! Y dale recuerdos a Inma ─se despide Julio

Roberto se aleja con una sonrisa en la cara.

Julio se dirige a las escaleras a toda prisa, sonriendo.

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Vendiendo la burra

…pues ahí estaba yo, con mi pepinillo volante rulando por el Foro, tragándome el humo de los busetos y las pirulas de los pelas. Los domingueros pisando huevos y el caga prisas del jefe llamándome en cada semáforo. Me acababa de parar un munipa y me había fundido los pocos puntos que me quedaban. Antes de eso me había llamado el del banco para decirme que tenía tres cuotas de la hipoteca sin pagar. Y la parienta, a lo suyo, en paro y venga con que hay que celebrar San Valentín. A todo esto, jarreando como en el diluvio, y yo con un catarrazo del quince. Así que pensé: mira, por un rato le van a dar.

Apagué el móvil, me metí en un bareto y pedí una Mahou para ver si me entonaba un poco. Era un garito simpático, con sus carteles de toros, la barra de madera y los abuelos echando la partida entre olor a fritanga. También había, claro un par de chinos y algún moro. Estaba tan a gusto allí, e iba a pedir una de bravas cuando siento que me tocan en el hombro. Me volví con la barba goteando espuma de birra y casi me da un jamacuco. Era el mismísimo Valentino Brossi, con unas gafas como de soldador que le tapaban la jeta, pero igual que en la tele, con su mono de cuerazo azul, su melena rizada y su careto chiste. “Ciao, bambino, te gustaría quedarte con mi moto?”

>> Le  pegué un buen trago a la birra, por si no había oído bien, y al tratar de responderle, me salió un eructo brutal. Me quedé todo cortado, pero el tío, todo campechano, y con su acento espagueti, me dijo:

– Sólo tienes que coger mi moto y llevar este paquete a esta dirección –me enseñó una bolsa de esas para enfriar la birra-. Sólo eso. Si la entregas antes de una hora, te quedas con mi moto. Si no, te vuelves andando. Así de fácil, bambino –y después de dejar cinco leuros encima de la barra, me llevó fuera del bar, mientras yo seguía alucinando en colores-.

Allí estaba la Yamaha, el super-pepino del Brossi, igualita que la de las carreras, pero con cofre de mensaca. Con sus colores y todo, eso sí.  Valentino metió la bolsa en el cofre y “Andiamo, bambino. Questa es la tua”.

>>Eso pensé yo, así que nos dimos la mano como en el podium, y yo me puse el gorro, metí primera y salí en una rueda. ¡Qué motor! ¡Que ruidaco! ¡Qué pasote! Me estaba quedando con toda la peña, les pasaba solo con sobar un poco el acelerador, y casi ni oía el ruido de la caña a la que iba. Era el puto amo de las calles. Los colegas iban a alucinar cuando les contase que había llevado la Yamaha del Brossi por la M-30, con mi chupa del Carrefour y el calimero con pegatas de Fanta Naranja.

 

>>Pillé la salida para Arturo Soria y empecé a callejear. Torcí por una de esas callejuelas, y  me encontré de frente con una basca dando voces, con pancartas y cortando la calle. En cuanto me vieron llegar, se me echaron encima, gritando como posesos: “El mensajero, el mensajero, quitarle la caja”. Y otros: “Paco tiene derecho a morir; respetad su dignidad; eutanasia sí, represión no;” Me engancharon entre todos, sacaron la bolsa del cofre y empezaron a pasársela unos a otros. En esas  llega otro grupo de colgaos más o menos como el otro, pegando gritos: “No matéis a Paco. Asesinato no, vida sí”. Casi todos se fueron a por los que me habían quitado la bolsa, pero un grupito se vino para mí, gritando: “Él es el mensajero. El suyo, el suyo. Vamos a quitarle el suyo.” Me tiraron al suelo y me abrieron la chupa y la camisa, y uno empezó a pedir un cuchillo, el otro sacó unas tijeras…Yo ya estaba cagaíto, cuando, como en las pelis, llegó el 7º de Caballería: Fue llegar la furgona de la pasma y desaparecer toda la peña. Uno de los polis me ayudó a levantarme, y me contó todo el rollo: en la bolsa había un corazón para trasplante, se lo tenían que poner a uno que estaba en coma desde hacía seis años. Pero los de pro-eutanasia y anti-eutanasia se habían enterado y, como no tenían nada mejor que hacer, se habían venido a la puerta del hospital a montarla. Como los médicos estaban esperando el corazón,  y las cosas se estaban poniendo jodidas, me escoltarían hasta el hospital:

– Ya, pero es que a mí la bolsa me la ha dado Valentino Brossi y me ha dicho…

– Sí, sí…anda, tira –por lo bajini escuché que le decía  otro: Oye, éste cuando termine, que sople ¿eh? ¡Valentino Brossi, dice el tío! ¡Jodé cómo va!

 

>>En el hospital salió a recibirme una gorda con pinta de Rottenmeier que me llevó a través de pasillos apestando a lejía y ambientador de hospital, hasta llegar a la puerta del quirófano, más bien cutrillo y casi sin luz. Me asomé y ahí, rodeando al que debía ser Paco, todo lleno de cables y tubos, había un par de médicos, alguna enfermera y unos diez o doce vejetes muy serios, todos vestidos de negro, como los curas, pero con las mangas de ganchillo blanco y unas pedazo chapas de colores en el pecho. Carrespeé y les enseñé la bolsa con el corazón, pero uno de los de negro –el más viejo- me dijo que me callara, que “todavía no puede ser, estamos esperando una llamada”, me dijo enseñándome el móvil. Pero Paco ya se estaba levantando, arrancándose los tubos y diciéndole a los médicos con mucha coña:

– Oigan, esto no es serio. Llevan Vdes. seis años haciéndome perrerías, y ahora me dicen que sí, que el corazón ha llegado. Pero que no, que tenemos que esperar a ver que dicen los jueces y que hasta entonces no saben si estoy vivo o muerto, y no me pueden operar. Y mientras, me he convertido en un problema de Estado, la gente se está pegando por mí culpa y el gobierno en crisis. Miren lo que les digo, que yo me voy, y que sea lo que tenga que ser.

– Pero, Paco, que sólo nos falta un voto. Además, que no se puede ir, que está Vd. en coma…-dijo uno de los jueces-.

– ¿En coma? Yo lo que estoy es hasta la polla. Ahí os quedáis.

Y el nota, todavía con un tubo pillado en el cuello, salió del quirófano en bolas, tan campante. Los jueces se miraron entre ellos, se encogieron de hombros y uno preguntó por la cafetería. Los médicos también se quitaron la bata y para allá se fueron todos. Yo me quedé como un gili, diciéndoles “y a mí quien me firma esto”, pero no me hicieron ni puto caso.

>>Eché a andar por los pasillos, buscando quien se hiciera cargo del corazón. Me quedaba tiempo todavía antes de la hora que me había dicho el Brossi, así que tenía que encontrar alguien a quien hacer la entrega. No sé cómo llegué a una especie de sala de espera, hecha una leonera, con una mesa toda llena de círculos húmedos, ceniceros abarrotados de colillas y papeleras a reventar de minis de plástico, latas de cerveza y botellas vacías, algunas de DYC. Las paredes eran casi amarillas y allí no olía a detergente del hospital: Apestaba a tabaco, pero sobre todo a un sudor raro, como oxidado. Sentados a la mesa y de espaldas a la ventana había cuatro o cinco mendas en pijama, cada uno acoplado a unos hierros de esos con un frasco de suero colgando. Uno estaba en silla de ruedas y sólo movía la boca. Otro tenía un ojo tapado y la cabeza sujeta con unos tubos. El otro tenía la cara verde y la piel del cuello se le caía a cachos. El de más allá tenía que recogerse las babas cada vez que abría la boca. Estaban flacos de la hostia, casi calaveras. Pero los tíos, tan pichis, estaban fumándose sus cigarritos y jugando a las cartas. Si alguno no podía coger el cigarro, o el vaso –porque también le daban a la priva-, los otros se lo sostenían. Hasta tenían un loro donde sonaba algo de Barón.

>>Me daban un poco de grima, y les pregunté desde el otro lado de la puerta: “Eh, oiga, ¿no necesitarán un corazón para trasplante?”. Me miraron un momento y se descojonaron en mi cara. “Que sí, que tengo que entregar uno aquí, me da igual a quién” Y ellos venga a despelotarse. Uno de ellos, casi sin mirarme me dice:

– Aquí ya no hacen falta corazones, sólo ganas de cachondeo. Anda, pasa pacá y tómate algo “corazón”–ahí ya se deshuevaron todos-. Entonces sentí que me daban otra vez en el hombro:

– Ragazzo, eres el piu grande, el piu bello y el piu bravo. Ya me he enterado que al final no ha podido ser lo del trasplante, pero tú has cumplido. Te has ganado la moto. Ahora nos vamos a hacer unas fotos con los manifestantes, ya sabes, para la publicidad y eso. ¡Eres el héroe del día!

– Sí, claro, de puta madre, tío. Las fotos…¿con los de ahí fuera, dices? Qué pasada, tronco …-le dije al Brossi-, pero los ojos se me iban a la mesa donde jugaban los terminales echaban su partida y sus pelotazos. Por decir algo, les pregunté:

-¿No os van a echar la charla los médicos si os ven haciendo botellón?

– ¿Los médicos? Chaval, aquí ya no vienen ni los curas. Anda, pasa; o si no ábrete ya y cierra la puerta.

 

Entré y me quedé mirando por la ventana. Se veía la burra del Brossi: pedazo máquina. Sus azafatas –pedazo de pibones- se hacían fotos con los manifestantes –que habían hecho las paces para posar todos juntitos, tan contentos-. Rapidino, desde el quicio de la puerta, seguía poniendo caras de anuncio y dándome el cante con que si yo era el más bravo y el más guapo, y polladas así, mientras señalaba la moto. En ese momento pasó el tío del trasplante, todavía en pelotas y con su cable en el cuello. Lo buitres de la prensa fueron a meterle los micrófonos en la boca, pero él sin soltar prenda, se volvió a las cámaras y les hizo un corte de mangas brutal. Luego se dio media vuelta y empezó a andar, todo chulo, sin mirar a nadie. Los de las fotos se quedaron a cuadros, y yo también me quedé un poco pillado viendo al tío pirarse tan tranquilo y oyendo al Rapidino llamarme héroe desde el otro lado de la sala.

Me volví y le dije:

– Pues va a ser que no. Véndele a otro la burra, tronco.

 

Mientras daba fuego al de la silla de ruedas, pregunté, señalando el radio-casette:

– ¿Tenéis algo de Rosendo?

 

* * *

 

 

 

 

 

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VOCES AMIGAS

VOCES AMIGAS.

 

Era una calurosa noche de verano y Roberto dormía. En esa época solía dejar abiertas varias ventanas de su piso así como  la puerta de cristal de la terraza de la cocina, aunque solo conseguía que una leve brisa apenas aplacase el bochorno estival. A pesar de que se había acostumbrado a dormir solo, una cierta sensación de indefensión se abatía  cuando se quedaba  tendido y a oscuras. Con el sueño, se desvanecía ese temor a la agresión, de probable origen infantil y  el descanso nocturno le solía recomponer el ánimo para el día siguiente.  Aquella noche, sin embargo, un tremendo sobresalto le turbó su inconsciente placidez. En el silencio de la madrugada, ruidos extraños fueron subiendo de tono, hasta despertarle.  En la oscuridad, trató de pasar desapercibido, con la esperanza  de que los ruidos se apagasen o de que los causantes de los mismos no lo encontraran. Arrebujado en la cama, trató de descifrar el origen de aquellos pasos sin rumbo y movimientos impulsivos que se repetían. Roberto quiso achacarlos al piso de arriba, donde vivía una pareja en su opinión rara y de pocas palabras, que recientemente había tenido un hijo. Pero no, no había lloros,  el ruido desgraciadamente procedía de su casa, de la habitación contigua, un pequeño despacho que parecía ser removido por un torpe visitante. Sigilosamente, con miedo a ser descubierto por el intruso, Roberto se armó de valor para ver que sucedía y salió al pasillo.  La puerta del despacho estaba abierta y, miedoso de ser atacado por aquel extraño sujeto,  corrió a cerrarla. Así se tranquilizaría y pondría su casi desnudo cuerpo a cubierto de imprevistos asaltos externos. Los ruidos continuaban y la intranquilidad de Roberto crecía y era tal su ofuscación que no acertaba a imaginar que sujeto, soñado o real, había irrumpido en su casa. Un sudor frío  recorría su  cuerpo y un miedo a enfrentarse a lo desconocido aumentó su malestar.

 

De pronto, una idea peregrina, pero luminosa, se le ocurrió para salir de aquel atolladero. Llamaría al 010, a la policía municipal. No estaba dispuesto a enfrentarse sin ayuda y solo a aquel extraño desconocido que continuaba alborotando su casa y su tranquilidad.

En medio del aturdimiento, pero buscando alivio en el consejo externo, telefoneó a la policía, pero estos le desviaron a los bomberos. 

– Buenas noches, aquí Bomberos de Madrid

– Buenos noches, contestó Roberto a la voz que fuerte y serena le saludó al otro lado de la línea.  

Agitado y con cierto sonrojo, Roberto añadió:

– Estoy oyendo movimientos y caída de objetos en la habitación contigua a mi dormitorio y tengo miedo a enfrentarme a ese desconocido furioso que se ha colado en mi casa.

El agente, con una voz tranquila, quitando importancia a los temores de Roberto, dijo:

– Señor, cálmese. No podemos ocuparnos de todas las incidencias que nos comunican en las noches de Madrid. Probablemente se tratará de un animal que estará tan asustado como Vd.

Roberto se sintió ridiculizado por esa respuesta, pero ligeramente aliviado por las palabras del bombero, que añadió:

– “Abra la puerta, mire que encuentra y dígamelo”.

Roberto, con el aplomo que le dieron las palabras de la autoridad y no queriendo contrariarla, casi sin hacer ruido, abrió la puerta y recorrió con su preocupada mirada aquella habitación que había imaginado tan llena de peligros. Pronto descubrió un gato mediano que, encaramado a lo alto de la librería,  le miraba con cara de pocos amigos y a la defensiva. Habría entrado por la cocina y ahora trataba de salir por la ventana del despacho que estaba abatida y abierta por su parte superior. Pese a sus repetidos intentos de escalada, probablemente resbalaría en el cristal y en su caída  y saltos continuos arrastraba y a veces rompía lo que se tropezaba en su torpe deambular. Su incapacidad para encontrar la salida acrecentaron su hostilidad hacía Roberto que creyó percibirlo con las  garras extendidas y los bigotes erizados, aunque, por otro lado el descubrimiento de que solo se trataba de un gato ya le supuso un cierto desahogo.    

Cerró de nuevo la puerta y corrió al teléfono.  

– Es un gato, le dijo al bombero, que, pudorosamente, no le echó en cara su pusilanimidad frente a acontecimientos imprevistos.

A continuación, le dijo:

– Deje abiertas todas  las puertas y espere a que el animal encuentre la salida.

-Gracias, le dijo Roberto, aliviado y ligeramente avergonzado por denotar tanto miedo por un simple gato.

Roberto dejó libre el camino al felino y con cierta aprensión, por su mirada agresiva y por  los cristales rotos y cortinas descolgadas que observaba, se armó de paciencia, a esperar, casi suplicándole,  la salida.

Como el animal no bajaba de lo alto de la librería, Roberto empezó a implorarle la salida.

– Miau, miau, miau, se afanaba Roberto tratando de atraer la atención del intruso.

 Afortunadamente, el ruido del tráfico que ya se iniciaba al despuntar el día, atenuaba aquellos maullidos ridículos  de Roberto que sin duda hubieran sido el hazmerreír de todo el vecindario y sobre todo de Laura, su vecina, a la que imaginaba escuchándole al otro lado del delgado muro que les separaba.

Al rato, se cumplieron las predicciones del bombero y el animalito bajó al suelo y comenzó a moverse con cautela hacía el salón.  Cuando pasó a su lado, se detuvo mirándolo con un gesto entre chulesco e implorante. Finalmente el gato, ante aquella persona que no le invitaba a quedarse, optó por salir a la escalera. Roberto, aliviado, se apresuró a cerrar la puerta. Se sintió tranquilo por su pírrica victoria ante un asaltante tan ruidoso e inesperado.

Mucho después, cuando salió a trabajar, se encontró de nuevo al gato acurrucado en un escalón, próximo al descansillo de la escalera. Ahora sí le parecía un simple gato, hasta inofensivo,  que buscaba comida,  afecto y techo. Roberto miró para otro lado.  Se estaba injustamente vengando por el  amargo despertar de aquella noche. Poco después, el conserje expulsaría, por la vía rápida, al gato invasor y  este regresaría a la calle o a las casas aledañas, en busca del afecto y la comida que se le acababa de negar aquella aciaga noche.

El felino había fracasado en su búsqueda de alimento y cobijo y Roberto recordó su imposible empeño de compartir  su soledad con un animal de compañía.   

 

15/12/08

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Son las 8 de la mañana y suena el despertador. Mónica alarga el brazo, lo para, se despereza y salta de la cama. Se dirige al baño. Mientras se ducha, canta. Después, se maquilla, se seca el pelo, se viste de manera impecable y mete unos papeles en su maletín. Acto seguido, se sienta en el sofá y conecta la tele. A esas horas comienza un matinal llamado «Buenos días, Madrid».

Mónica lo está viendo cuando, unos veinte minutos después, llaman a la puerta. Se levanta, abre y se encuentra con la vecina. Mientras Mónica le dirige una sonrisa, la vecina dice:

—Hola, maja, venía a devolverte el libro… Uy, espero no haberte pillado yendo a trabajar.

—Oh, no te preocupes, María. Estoy en paro.

—¿En paro? Ah… Como te veía tan arregladita… ¿Tienes una entrevista?

—No, pero bueno, verás, considero que no tener trabajo no me convierte en un desecho social, ¿sabes? Me sigo levantando temprano, y me maquillo y me arreglo para mí.

La vecina arruga la nariz, pero asiente. Mónica sigue con su sonrisa deslumbrante. La vecina se despide y vuelve a su casa, pensativa.

Mónica cierra la puerta y vuelve al sofá. En ese momento, aparece en el salón un chico en pijama, despeinado y con cara de sueño.

—¿Quién era? —pregunta, bostezando.

—La vecina.

—Pues vaya horitas.

—César, la gente normal está despierta a estas horas…

—No, Mónica; está despierta si y solo si tiene algo que hacer.

—Pero siempre hay cosas que hacer, ¿no lo ves? Yo ahora, por ejemplo, estoy viendo la tele.

César se sienta a su lado en el sofá.

—¿Qué estás viendo?

—Es este magazine matinal. Mira cómo sonríen todos esos viejecitos. Este programa me alegra el corazón —contesta Mónica, con aplastante sinceridad.

—Tía, eres rara —dice César, con los ojos muy abiertos, después de pensarlo un rato. En ese momento, empieza a liarse un porro.

—Bueno, señor normal, ¿qué tal le fue a usted anoche en el bingo?

—Oh, tía, fue increíble. Le he pillado el truco, gané un pastón —lame el papel de fumar, terminando de liar el porro—. Los bingos son los nuevos bancos, cada día lo tengo más claro. Sólo que ni siquiera hay que ahorrar para ganar pasta —añade, y se lo enciende.

Se fuman el porro a medias, mirando la tele. Hablan sobre la crisis, sobre amigos suyos que también se han quedado en paro, sobre la generación anterior, con sus puestos de trabajo bien consolidados. Después, César se viste, y los dos salen a dar una vuelta.

Están caminando por la calle cuando, de repente, un anciano les grita algo desde el otro lado de la calle. Mónica lo mira y ve que le está gritando «¡Sabandija!» a César.

—¿Pero qué diablos…? —exclama Mónica.

—Calla, vámonos. Ni lo mires, ignórale —dice César, cogiendo a Mónica de un brazo, casi arrastrándola—. Anoche, cuando gané en el bingo, ese hombre estaba allí y perdió mucha pasta. Qué mal perder tenemos…

El anciano, apoyado en su andador, los sigue con la mirada amenazante. Al final, escupe en el suelo y vuelve a meterse en su casa.

César y Mónica llegan a un parque, donde se encuentran con una pareja de amigos suyos.

—Hombre, ¿qué tal?

—Pues nada, aquí, tomando el solecito, pensando en el futuro.

Era una generación extraordinaria.

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La chica del reloj dice:

—Mamá, tengo algo que decirte.

A su lado hay una mujer rubia, de unos 50 años, que mira hacia otro lado. La chica del reloj mira el reloj.

—Mamá, no soy feliz.

La mujer pasa la mano por el cuello de su abrigo con estampado de leopardo. Se mira las uñas pintadas de color marrón.

La chica del reloj mira a la mujer. La mujer dice:

—Nunca sabes que existe hasta que lo pides.

Después, abre su bolso y saca una agenda. Pasa las páginas con los finos dedos. Comienza a anotar algo.

El camarero se acerca a la mesa. La chica del reloj no dice nada. La mujer dice:

—Tomaremos la dorada salvaje y las nécoras de la bahía. Beberemos champán rosado.

La chica del reloj dice:

—Dentro de tu cabeza sé que tiene que haber algo.

El camarero sirve el champán y las nécoras. La mujer bebe un sorbo, se arremanga y empieza a comer.

La chica del reloj mira el reloj. Enciende un cigarrillo. Dice:

—Sabes que no me gusta el champán.

La mujer dice:

—Es curioso cómo estando tan hacia el interior tenemos por aquí un marisco de primera.

La mujer toma la copa, la alza y dice:

—Salud.

La chica del reloj llama al camarero y pide una coca cola. Mira las nécoras.

La mujer dice:

—Créeme, siempre he conseguido todo lo que me he propuesto.

La chica del reloj apaga el cigarro. Dice:

—Mamá, dejo la universidad.

Se levanta, le da un beso en la frente y se va.

El camarero cambia los cubiertos y sirve la dorada. La mujer se queda mirando al infinito. Dice:

—En el fondo me haces falta.

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