En pocas ocasiones está tan estático. Su cuerpo y su mente se encuentran en un estado de relajación y auto reflexión total: de pié en la cocina, Nacho mira extasiado el exterior a través de la ventana. Es tarde, la noche es muy densa y el calor bombardea su piel.
Por la ventana se introduce la luz de las farolas tiñendo todo con naranjas y amarillos. Es precisamente esa gama de colores la que le atrae como un fuego mortecino en una chimenea. La oscuridad a la que le está dando la espalda le provoca un remolino de sensaciones, parte mezcla de horror y atracción infantil, parte de fascinante seducción.
«¿Cuándo seré consciente del momento en el que debo actuar?, ¿Cómo sabré si debo hacer algo o no hacer nada?»
No se trataba de una pregunta que buscara una respuesta inmediata, pero la encontró en la oscuridad. Esta le susurraba al oído. Las palabras eran claras y traían un aliento cálido y cercano aunque provenían de un lugar muy lejano, inalcanzable.
«No hacer y tranquilidad. No es lo contrario de hacer y fracasar»
Se estremeció. Pero antes de que pudiera pensar en una contestación escuchó otra voz que provenía de algún lugar indeterminado con la luz y que le acariciaba con cada palabra:
«Huir del error es huir de la vida. ¿Dónde se ha visto un error más grande que la existencia?»
Nacho inspiró profundamente, aguardó unos instantes a que todas las voces finalizaran y tomó una decisión. Se vistió en la penumbra, se calzó y salió a la calle. Allí se fusionó con el naranja omnipotente y empezó a caminar.
Llegó a una esquina que le resultaba familiar y se sentó en el capó de un coche estacionado, aguardando. Pasaron unos instantes y miró hacia el edificio que tenía enfrente. Se reflejaban las luces procedentes de las ventanas del inmueble que tenía detrás. De repente apareció el reflejo de una ventana nueva. Alguien había encendido la luz de una vivienda y proyectaba la sombra de su figura contra la fachada de enfrente. Se fijó en la silueta y le dio la impresión de que se asomaba contemplándole desde arriba. Nacho no giró la cabeza y continuó en la misma postura. La figura desapareció durante unos instantes reapareciendo con algo en la mano. Cuando el aire se llenó de notas aterciopeladas con aroma a lima y ginebra, comprendió que lo que traía la sombra en la mano era un saxofón. Comenzó una melodía nostálgica y ácida. Tenía vida propia, alma noctámbula y sabor salado como el borde de un cóctel margarita, pero con la ligereza del azúcar glassé. Miraba maravillado a la silueta. Relajó su alma y su mente y disfrutó. Cuando terminó la melodía se arrancó en aplausos. La figura le respondió inclinando la cabeza y comenzó a interpretar otra pieza. Esta vez no pudo contenerse y se giró intentando verle directamente, pero cuando lo hizo la figura y la música habían desaparecido como un leve sueño.
Se levantó y continuó su camino sin conocer qué camino debía tomar o qué destino perseguir. Escuchó un ruido en un callejón y se acercó para echar un vistazo. Vio un gato blanco de angora, mugriento. Se movía alegremente entre los cubos repletos de basura, disfrutando mientras desparramaba los desperdicios por todas partes. Cuando se acercó el animal le oyó y se quedó mirando fíjamente. Luego comenzó a trotar hacia una rejilla de ventilación del metro instalada en el suelo. El gato se tumbó encima y esperó sin quitarle los ojos de encima. El sonido del tren precedió el chorro de aire que empezó a despedir el subsuelo. El gato entornó los ojos y ronroneó de placer mientras el viento revolvía suavemente su pelo.
Cuando el metro pasó de largo, el gato abandonó la rejilla y volvió a sus cubos de basura sin prestarle atención.
Nacho se acercó sentándose en el lugar que había dejado libre el animal, esperando al próximo tren. Cuando el gato volvía a por su ración de viento y descubrió al intruso, le miró con aire amenazador. Nacho le dejó un sitio en la rejilla echándose a un lado. El animal se acomodó en el lugar que quedaba libre y cuando se aproximó el metro, lanzó un zarpazo arañándole la cara. Entonces pasó el tren. Cuando terminó el pequeño vendaval, el gato continuó jugando con sus cubos de basura. Nacho se levantó dolorido y siguió su camino.
Pasó delante de un establecimiento que atrajo su atención. Se trataba de un pequeño café antiguo y acogedor. Entró y saludó mientras se sentaba en una mesa. Había una mujer al lado que le miraba fíjamente. No parpadeaba, no se movía. Sus labios pintados de un terrible carmín jamás se abrieron. La situación resultaba ridícula. Él aguantó durante unos instantes la mirada, luego agobiado y aburrido se levantó para irse.
«No vas a encontrarle» La voz parecía venir de ella, pero su boca permanecía cerrada.
—¿No voy a encontrar a quién? —él permanecía de pié esperando una respuesta.
Cansado, se dio la vuelta dirigiéndose a la puerta. Escuchó la voz a sus espaldas.
«No te vas a encontrar… nunca»
Sin girarse salió del café.
No sabía muy bien porqué, pero empezó a correr por las calles. Los edificios se sucedían cada vez más rápido volviéndose borrosos. La línea del horizonte se difuminó en una nebulosa dando la impresión de encontrarse en un terrible vacío. Entonces miró hacia abajo y distinguió sus pies mientras corría. Pudo ver el suelo que pisaba en cada zancada. Lo encontró nítido y claro, entonces comprendió.
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