La vida nunca es como uno se espera.
Recuerdo el día que regresó mi hermano mayor de Irak. Había estado tres años fuera. Como soldado de infantería. Durante aquel tiempo habíamos recibido pocas noticias de él. En sus cartas simplemente nos decía que estaba bien.
Regresó en primavera. Mi padre y yo fuimos a recogerlo al aeropuerto. Estuvimos casi una hora esperándolo. Durante aquel rato tan sólo hablamos de él. Todo eran incógnitas. ¿Cómo estaría? No podía evitar pensar en la cara que tenía el último día antes de marcharse. Decía que no se arrepentía de nada. Que ya estaba harto del pueblo.
– Mírale, ya sale por la puerta –me dijo mi padre cogiéndome del brazo.
Allí estaba él. En la salida. Con su uniforme, su gorra y su petate.
– Vamos, vamos –mi padre tiró de mí.
Los dos corrimos hacia allá. Levantando las manos. En nuestra carrera pude apreciar que mi hermano ya nos había visto. Pero no le observé hacer nada especial. Llevaba el pelo rapado. Los zapatos limpios. La cabeza como un bote. Dentro de aquel traje verde nadie hubiera dicho que tenía tan sólo veintiún años. Al recogerlo mi padre se puso a gritar. Mi hermano dejó el petate en el suelo y lo abrazó. Después me estrechó entre sus brazos. Mi padre no paraba de agarrarlo y empujarlo contra su pecho. Estaba muy contento. Sin duda había vuelto al hogar.
Regresamos a casa. Mi madre, al escuchar el coche, salió a toda prisa a recibirnos. “Mi niño, mi niño”, repetía con los brazos abiertos. Abrazó a mi hermano varias veces. “Cuánto te hemos echado de menos”, decía cogiéndolo por los hombros.
Entramos y nos sentamos a la mesa. Mi madre ya tenía todo preparado. Costillas con guisantes. A lo largo de la comida mamá no dejó de infórmale de todo lo que había pasado durante el tiempo que había estado fuera. Pero a mi hermano nada de esto parecía interesarle mucho. Él simplemente comía. Mirando fijamente su plato. Con la espalda recta. Perfectamente echada sobre el respaldo. Mientras tanto mi padre no paraba de hablarle de sus intenciones de comprarle un coche.
– Sí, hijo –repetía constantemente-, porque tú ahora eres un héroe.
– Sí. Un héroe –añadía mi madre sonriente.
Pero mi hermano no respondía. Nunca había entendido de política. Ni siquiera le había interesado. Recuerdo que siempre que mi padre ponía el telediario él le pedía que cambiase de canal.
– Lo que pasa es que uno no puedo entender cómo luego hay gente que nos critica…-decía mi padre- Es una vergüenza.
– Jack, basta ya…-decía mi madre intentando reconducir la situación.
– No. Es que me exaspera. La gente que se pasa el día hablando de la guerra pero luego no saben ni lo que es. ¿Qué pasa? ¿Qué por luchar por tu país eres un maldito reaccionario?
– Jack…
– Sí. Es así. Es una puñetera vergüenza…
Al tiempo que ellos hablaban mi hermano seguía comiendo sus costillas. Parecía no escuchar nada. ¿Qué estaría pensando? ¿De verdad él se creía un héroe? Durante aquellos tres años que había estado fuera había escuchado de todo a mi alrededor. Algunos compañeros del instituto me decían que yo era un jodido miembro del establishment. Otros me comentaban que se sentían orgullosos de mi familia. En cuanto a mí, ¿qué decir? No creo que mi hermano quisiera ser un héroe. Ni siquiera creo que le gustase la guerra. Supongo que para él aquello era tan sólo era un trabajo más.
Al terminar la comida mi padre se echó un rato en el sillón. Mi madre, todavía en la mesa, continuó hablándole a mi hermano de todo lo que habían estado haciendo los vecinos aquel tiempo. Pero él no contestaba. Tan sólo hacía que escuchaba. Totalmente absorto. Cuando por fin mi madre se levantó de la mesa y lo dejó solo él abandonó su silla y caminó hasta su cuarto. Yo, silenciosamente, lo seguí. Entró en su antigua habitación y miró a ambos lados. Allí seguían los tebeos. Los pósteres en la pared. Los trofeos de los campeonatos escolares. Los dibujos. La guitarra. Todo continuaba igual que siempre. Se acercó a una de las estanterías y agarró uno de los muñecos de lucha libre que coleccionó años atrás. Lo miró. Lo dejó en la repisa. Él, consciente de que lo estaba observando, se giró hacia mí y me tomó por el hombro. A continuación empujó la puerta y se marchó.
– ¿Por qué no nos vamos al centro a jugar a los recreativos? –le grite.
Él hundió las comisuras de los labios y volvió al salón. Lo acompañé hasta el cuarto de estar. Allí cogió el paquete de tabaco de mi madre y se fumó un cigarrillo. Después se fue a la cocina y empezó a fregar. Yo lo vigilaba desde la puerta. Con aquel cogote rapado y aquellas espaldas de oso nadie hubiera dicho que era él. Él siempre había sido delgado. Un auténtico palillo. ¿Y por qué se ponía en aquel momento a fregar los platos de la comida? Nunca antes lo había hecho. ¿Por qué ahora sí? ¿Acaso aquella era la manera de pedirnos perdón por alistarse? De repente se le cayó un plato y este se rompió en pedazos. ¿Qué pasa ahí?, chilló mi padre desde el salón. Acto seguido apareció mi madre. Se llevó las manos a la boca, como si estuviera ante un gran drama. Acarició el hombro de mi hermano.
– Tranquilo, no pasa nada… -le dijo.
Él se quitó los guantes y los dejó sobre la encimera. Después, sin decir nada, salió al jardín, sacó el hacha que guardaba mi padre en el cobertizo y se puso a cortar leña. Yo lo miraba desde la ventana. Cómo colocaba los maderos, cómo levantaba el arma, cómo los partía. Así durante un par de horas. Tiempo durante el cual mi madre salía de vez en cuando para ver qué hacía. Lo miraba, suspiraba y regresaba adentro. Mi padre observaba conmigo desde la ventana.
– ¿Está muy raro, verdad? –decía nervioso.
Mi hermano estuvo cortando leña hasta que anocheció. Entonces se sentó en el porche. Como no entraba mis padres me dijeron que saliera a ver qué hacía. Salí y me senté a su lado. Él pareció no darse cuenta de mi presencia. Tan sólo miraba el horizonte. Con la vista perdida en algún punto por encima de todas aquellas viejas casas de madera.
– ¿Qué miras? –le pregunté inquieto.
– ¿Alguna vez te has sentido como una rata en un caja de zapatos?
Aparté la mirada. Mirando hacia el cielo.
– Sabes –me dijo-, por muchos agujeros que tenga la caja, esta sigue siendo una caja.
Sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Se lo fumó en silencio. Respirando pesadamente. Después se levantó y caminó hacia el interior de la casa. Yo me quedé allí mirando el cielo. Aquella inmensa e inabarcable esfera azul. A continuación, al oírlo entrar, me levanté y caminé hacia el salón. Mi hermano pedía unos cuántos dólares a mis padres. Les decía que quería ir a la ciudad. Para tomarse algo. Mi padre, especialmente gentil, sacaba su cartera y le daba varios billetes. Mi hermano los tomaba sin siquiera molestarse en sonreír. Mientras tanto mi madre le decía que no se metiera en líos y que regresase pronto a casa. Mi hermano cogió algunas cosas de su petate y se acercó a la salida.
– ¿Puedo ir contigo? –le dije mirándolo fijamente.
Él sonrió.
– No. Prefiero ir solo.
Abrió la puerta. En cuanto dejó el cuarto mis padres empezaron a hablar de él. Los dos parecían preocupados. “No es fácil para nadie, ¿qué crees? ¿Qué él lo está pasando bien?”, decía mi padre. “Ya, pero es que el crío…”, añadía mi madre a cada comentario. Entretanto yo no sabía qué pensar. Muchas veces los había visto discutir por él. Mi hermano no era un chico fácil. En el pasado siempre estuvo metiéndose en líos. Con compañeros. Con profesores. Con otros chicos del barrio. Alguna vez mis padres lo llevaron al psicólogo. Pero creo que lo que realmente nunca le perdonaron fue que abandonase los estudios para alistarse. Fue entonces, tras varios meses de entrenamiento, cuando él decidió voluntariamente marchase a Irak.
Aquella fue la única vez que lo vi feliz.
A la hora de cenar mi hermano todavía no había regresado a casa. Mis padres ya estaban empezando a impacientarse. Se preguntaban dónde estaría. Qué estaría haciendo. Por qué no había llamado. No obstante intentaban parecer despreocupados y miraban la televisión fingiendo que no pasaba nada. Fue entonces, una hora después de la cena, mientras veíamos un concurso de la tele, cuando recibimos una llamada. Yo, que estaba al lado del teléfono, agarré el aparato. “¿Es tu hermano? ¿Es tu hermano?”, me preguntaban constantemente mis padres. Yo asentía con la cabeza. “Dile que dónde está” “Que si va a volver pronto”. Me pegué el auricular a la boca y le pregunté todo aquello. Pero él no contestó. Escuché su respiración.
Entretanto, mis padres, histéricos, no cesaban de pedirme que les pasara el teléfono.
– Tenéis que comprar un hacha nueva –soltó de repente aquella voz al otro lado-. La que hay en casa no corta bien
Yo asentí con la cabeza. Mi padre me quitó el aparato.
– ¿Dónde estás, hijo? ¿Hijo? ¿HIJO?
El viejo se quedó blanco, repitiendo aquello durante un rato. Mi madre lo tomaba por el brazo. Habían colgado. Tras aquello mis padres comenzaron a dar vueltas por la casa. Durante unos segundos no supieron que hacer. Luego decidieron llamar a todo el mundo: a la policía, a los vecinos, a los antiguos amigos de mi hermano. Nadie nos dijo nada. Así que salimos a buscarlo por la ciudad durante horas. Incluso días. Pero aquella búsqueda no sirvió de nada. Ya que mi hermano no apareció.
Tardamos años en superar aquello. Incluso creo que aún no lo hemos superado del todo. Uno nunca sabe donde acaba la vida. Uno nunca sabe si un regreso es realmente una despedida. Lo único que sé es que mis padres todavía lloran su pérdida todas las noches. Yo, por otro lado, intento no hacerlo. Confió en él. Porque sé que –esté lejos o cerca- él estará feliz. Ya que el ratón, por fin, ha escapado de su caja de zapatos.