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Posts Tagged ‘Nostalgia’

La vida nunca es como uno se espera.
Recuerdo el día que regresó mi hermano mayor de Irak. Había estado tres años fuera. Como soldado de infantería. Durante aquel tiempo habíamos recibido pocas noticias de él. En sus cartas simplemente nos decía que estaba bien.
Regresó en primavera. Mi padre y yo fuimos a recogerlo al aeropuerto. Estuvimos casi una hora esperándolo. Durante aquel rato tan sólo hablamos de él. Todo eran incógnitas. ¿Cómo estaría? No podía evitar pensar en la cara que tenía el último día antes de marcharse. Decía que no se arrepentía de nada. Que ya estaba harto del pueblo.
– Mírale, ya sale por la puerta –me dijo mi padre cogiéndome del brazo.
Allí estaba él. En la salida. Con su uniforme, su gorra y su petate.
– Vamos, vamos –mi padre tiró de mí.
Los dos corrimos hacia allá. Levantando las manos. En nuestra carrera pude apreciar que mi hermano ya nos había visto. Pero no le observé hacer nada especial. Llevaba el pelo rapado. Los zapatos limpios. La cabeza como un bote. Dentro de aquel traje verde nadie hubiera dicho que tenía tan sólo veintiún años. Al recogerlo mi padre se puso a gritar. Mi hermano dejó el petate en el suelo y lo abrazó. Después me estrechó entre sus brazos. Mi padre no paraba de agarrarlo y empujarlo contra su pecho. Estaba muy contento. Sin duda había vuelto al hogar.

Regresamos a casa. Mi madre, al escuchar el coche, salió a toda prisa a recibirnos. “Mi niño, mi niño”, repetía con los brazos abiertos. Abrazó a mi hermano varias veces. “Cuánto te hemos echado de menos”, decía cogiéndolo por los hombros.
Entramos y nos sentamos a la mesa. Mi madre ya tenía todo preparado. Costillas con guisantes. A lo largo de la comida mamá no dejó de infórmale de todo lo que había pasado durante el tiempo que había estado fuera. Pero a mi hermano nada de esto parecía interesarle mucho. Él simplemente comía. Mirando fijamente su plato. Con la espalda recta. Perfectamente echada sobre el respaldo. Mientras tanto mi padre no paraba de hablarle de sus intenciones de comprarle un coche.
– Sí, hijo –repetía constantemente-, porque tú ahora eres un héroe.
– Sí. Un héroe –añadía mi madre sonriente.
Pero mi hermano no respondía. Nunca había entendido de política. Ni siquiera le había interesado. Recuerdo que siempre que mi padre ponía el telediario él le pedía que cambiase de canal.
– Lo que pasa es que uno no puedo entender cómo luego hay gente que nos critica…-decía mi padre- Es una vergüenza.
– Jack, basta ya…-decía mi madre intentando reconducir la situación.
– No. Es que me exaspera. La gente que se pasa el día hablando de la guerra pero luego no saben ni lo que es. ¿Qué pasa? ¿Qué por luchar por tu país eres un maldito reaccionario?
– Jack…
– Sí. Es así. Es una puñetera vergüenza…
Al tiempo que ellos hablaban mi hermano seguía comiendo sus costillas. Parecía no escuchar nada. ¿Qué estaría pensando? ¿De verdad él se creía un héroe? Durante aquellos tres años que había estado fuera había escuchado de todo a mi alrededor. Algunos compañeros del instituto me decían que yo era un jodido miembro del establishment. Otros me comentaban que se sentían orgullosos de mi familia. En cuanto a mí, ¿qué decir? No creo que mi hermano quisiera ser un héroe. Ni siquiera creo que le gustase la guerra. Supongo que para él aquello era tan sólo era un trabajo más.

Al terminar la comida mi padre se echó un rato en el sillón. Mi madre, todavía en la mesa, continuó hablándole a mi hermano de todo lo que habían estado haciendo los vecinos aquel tiempo. Pero él no contestaba. Tan sólo hacía que escuchaba. Totalmente absorto. Cuando por fin mi madre se levantó de la mesa y lo dejó solo él abandonó su silla y caminó hasta su cuarto. Yo, silenciosamente, lo seguí. Entró en su antigua habitación y miró a ambos lados. Allí seguían los tebeos. Los pósteres en la pared. Los trofeos de los campeonatos escolares. Los dibujos. La guitarra. Todo continuaba igual que siempre. Se acercó a una de las estanterías y agarró uno de los muñecos de lucha libre que coleccionó años atrás. Lo miró. Lo dejó en la repisa. Él, consciente de que lo estaba observando, se giró hacia mí y me tomó por el hombro. A continuación empujó la puerta y se marchó.
– ¿Por qué no nos vamos al centro a jugar a los recreativos? –le grite.
Él hundió las comisuras de los labios y volvió al salón. Lo acompañé hasta el cuarto de estar. Allí cogió el paquete de tabaco de mi madre y se fumó un cigarrillo. Después se fue a la cocina y empezó a fregar. Yo lo vigilaba desde la puerta. Con aquel cogote rapado y aquellas espaldas de oso nadie hubiera dicho que era él. Él siempre había sido delgado. Un auténtico palillo. ¿Y por qué se ponía en aquel momento a fregar los platos de la comida? Nunca antes lo había hecho. ¿Por qué ahora sí? ¿Acaso aquella era la manera de pedirnos perdón por alistarse? De repente se le cayó un plato y este se rompió en pedazos. ¿Qué pasa ahí?, chilló mi padre desde el salón. Acto seguido apareció mi madre. Se llevó las manos a la boca, como si estuviera ante un gran drama. Acarició el hombro de mi hermano.
– Tranquilo, no pasa nada… -le dijo.
Él se quitó los guantes y los dejó sobre la encimera. Después, sin decir nada, salió al jardín, sacó el hacha que guardaba mi padre en el cobertizo y se puso a cortar leña. Yo lo miraba desde la ventana. Cómo colocaba los maderos, cómo levantaba el arma, cómo los partía. Así durante un par de horas. Tiempo durante el cual mi madre salía de vez en cuando para ver qué hacía. Lo miraba, suspiraba y regresaba adentro. Mi padre observaba conmigo desde la ventana.
– ¿Está muy raro, verdad? –decía nervioso.
Mi hermano estuvo cortando leña hasta que anocheció. Entonces se sentó en el porche. Como no entraba mis padres me dijeron que saliera a ver qué hacía. Salí y me senté a su lado. Él pareció no darse cuenta de mi presencia. Tan sólo miraba el horizonte. Con la vista perdida en algún punto por encima de todas aquellas viejas casas de madera.
– ¿Qué miras? –le pregunté inquieto.
– ¿Alguna vez te has sentido como una rata en un caja de zapatos?
Aparté la mirada. Mirando hacia el cielo.
– Sabes –me dijo-, por muchos agujeros que tenga la caja, esta sigue siendo una caja.
Sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Se lo fumó en silencio. Respirando pesadamente. Después se levantó y caminó hacia el interior de la casa. Yo me quedé allí mirando el cielo. Aquella inmensa e inabarcable esfera azul. A continuación, al oírlo entrar, me levanté y caminé hacia el salón. Mi hermano pedía unos cuántos dólares a mis padres. Les decía que quería ir a la ciudad. Para tomarse algo. Mi padre, especialmente gentil, sacaba su cartera y le daba varios billetes. Mi hermano los tomaba sin siquiera molestarse en sonreír. Mientras tanto mi madre le decía que no se metiera en líos y que regresase pronto a casa. Mi hermano cogió algunas cosas de su petate y se acercó a la salida.
– ¿Puedo ir contigo? –le dije mirándolo fijamente.
Él sonrió.
– No. Prefiero ir solo.
Abrió la puerta. En cuanto dejó el cuarto mis padres empezaron a hablar de él. Los dos parecían preocupados. “No es fácil para nadie, ¿qué crees? ¿Qué él lo está pasando bien?”, decía mi padre. “Ya, pero es que el crío…”, añadía mi madre a cada comentario. Entretanto yo no sabía qué pensar. Muchas veces los había visto discutir por él. Mi hermano no era un chico fácil. En el pasado siempre estuvo metiéndose en líos. Con compañeros. Con profesores. Con otros chicos del barrio. Alguna vez mis padres lo llevaron al psicólogo. Pero creo que lo que realmente nunca le perdonaron fue que abandonase los estudios para alistarse. Fue entonces, tras varios meses de entrenamiento, cuando él decidió voluntariamente marchase a Irak.
Aquella fue la única vez que lo vi feliz.

A la hora de cenar mi hermano todavía no había regresado a casa. Mis padres ya estaban empezando a impacientarse. Se preguntaban dónde estaría. Qué estaría haciendo. Por qué no había llamado. No obstante intentaban parecer despreocupados y miraban la televisión fingiendo que no pasaba nada. Fue entonces, una hora después de la cena, mientras veíamos un concurso de la tele, cuando recibimos una llamada. Yo, que estaba al lado del teléfono, agarré el aparato. “¿Es tu hermano? ¿Es tu hermano?”, me preguntaban constantemente mis padres. Yo asentía con la cabeza. “Dile que dónde está” “Que si va a volver pronto”. Me pegué el auricular a la boca y le pregunté todo aquello. Pero él no contestó. Escuché su respiración.
Entretanto, mis padres, histéricos, no cesaban de pedirme que les pasara el teléfono.
– Tenéis que comprar un hacha nueva –soltó de repente aquella voz al otro lado-. La que hay en casa no corta bien
Yo asentí con la cabeza. Mi padre me quitó el aparato.
– ¿Dónde estás, hijo? ¿Hijo? ¿HIJO?
El viejo se quedó blanco, repitiendo aquello durante un rato. Mi madre lo tomaba por el brazo. Habían colgado. Tras aquello mis padres comenzaron a dar vueltas por la casa. Durante unos segundos no supieron que hacer. Luego decidieron llamar a todo el mundo: a la policía, a los vecinos, a los antiguos amigos de mi hermano. Nadie nos dijo nada. Así que salimos a buscarlo por la ciudad durante horas. Incluso días. Pero aquella búsqueda no sirvió de nada. Ya que mi hermano no apareció.

Tardamos años en superar aquello. Incluso creo que aún no lo hemos superado del todo. Uno nunca sabe donde acaba la vida. Uno nunca sabe si un regreso es realmente una despedida. Lo único que sé es que mis padres todavía lloran su pérdida todas las noches. Yo, por otro lado, intento no hacerlo. Confió en él. Porque sé que –esté lejos o cerca- él estará feliz. Ya que el ratón, por fin, ha escapado de su caja de zapatos.

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EL SEÑOR TEODORO

El señor Teodoro era un hombre bajito y muy delgado. Estaba calvo desde muy joven y llevaba siempre la cabeza tapada, en verano con un gorro de tela y en invierno con un sombreo de fieltro. Le conocían en su barrio porque iba andando por la calle con un libro de crucigramas y un bolígrafo en la mano. Tenía mucha práctica en rellenar las casillas al mismo tiempo que andaba, sin levantar la vista y sin tropezar. Llevaba un bolso colgado en bandolera donde guardaba una armónica que tocaba siempre que se le presentaba la ocasión. Era jovial y sonriente, siempre dispuesto a soltar una gracia o un chiste en las reuniones familiares que tanto le gustaban. Tenía seis hijos y quince nietos y era feliz rodeado de todos ellos. Sus nietos todavía se acuerdan del chiste que repetía en todas las comidas: Se trataba de un invitado a comer que quería beber vino y no sabía cómo pedirlo. Así que soltó una sutil indirecta: ¿Vino el dueño? Y le contestaron con otra: Aguardándole estamos. Al contarlo, se echaba a reír como un niño, y los demás se reían por su risa infantil.

También le gustaba escribir poesía, unas veces sentimental y tierna, y otras satírica y divertida. Y se despachaba a gusto con rimas tontas sobre cualquier cosa, pues también decía siempre al abrir una botella de vino de mesa: “Torre Longares, el vino que no debe faltar en los hogares”. Y a continuación, bebía un traguito dando un gran suspiro de placer, como si estuviera degustando el mejor vino del mundo. No sólo le gustaba el vino, también le encantaba saborear una copita de coñac en el bar de los viejos, a escondidas de su mujer, que así sabía mejor.

Cuando le operaron de la próstata, fue la primera vez que entró en un hospital, y no le gustó demasiado. Siempre había estado muy sano y presumía de ello. Cuando era joven tenía dos trabajos. Por la mañana era administrativo en RENFE y por la tarde vendía enciclopedias para una editorial. Achacaba su buen estado de salud a las grandes caminatas que se daba echando propaganda por los buzones para conseguir vender alguna enciclopedia de pascuas a ramos. Cuando se jubiló, se le había quedado el gusto por andar y por los trenes. Como no le costaba ni un duro, casi todos los días se iba a la estación de Chamartín y cogía el primer tren de cercanías que estuviera a punto de salir. Le daba igual el destino que fuera, pues tenía suficiente con sentir el traqueteo y ver pasar el paisaje cuando levantaba la vista de sus crucigramas.

No se enteraba demasiado de lo que pasaba a su alrededor porque estaba sordo, y a veces parecía que vivía en un universo paralelo, saliendo por peteneras en algunas conversaciones. Eso sí, él lo negaba todo, y trataba de salir airoso de las confusiones con algún chiste sobre las pilas de su “sonotone”.

Un día, una de sus hijas le invitó al Parque de Atracciones. Nunca decía que no, siempre estaba dispuesto a salir por ahí. Eran un montón de gente cuando les hicieron la foto de rigor al pasar al recinto. Se montaron en cosas de pequeños, pues sus nietos lo eran, pero la cuñada de su hija estaba como loca por montarse en algo más fuerte. No quería hacerlo sola y los padres de los niños no estaban por la labor. Al pasar junto a una enorme montaña rusa, todos se quedaron sorprendidos cuando el abuelo agarró a la cuñada del brazo y, juntos, para allá que se fueron. Su hija trató de impedirlo, pero no pudo hacer nada, el entusiasmo de su cuñada ganó en la voluntad del anciano. Bajó riendo como un chiquillo, aquello era estupendo, ¡cómo no lo había probado antes! Ya no paró, se montó con ella en todo lo más arriesgado que había. Los demás no salían de su asombro, ¿cómo era posible que el abuelo se atreviera y ellos no? Los nietos estaban encantados con aquel abuelo tan osado, ¡tan ágil y joven! Entonces, uno de ellos le retó a una carrera y, para colmo, ganó el abuelo. Aquel nuevo descubrimiento, les mantuvo viva la atención sobre él para toda la tarde. Su hija pensó que con esa vitalidad, tendría la compañía de su padre hasta los cien años, por lo menos.

Pero no siempre las cosas son como se esperan. El día en que la mujer del señor Teodoro cumplía setenta y siete años, se reunió toda la familia, como siempre, para celebrarlo. Todos se dieron cuenta, el abuelo no contó ningún chiste, no soltó ningún pareado; sonreía, pero callaba. Estaba muy pálido y le faltaban las fuerzas. A los pocos días, ingresó en el hospital. Con un par de bolsas de sangre, quedó como nuevo y volvió a casa. Pero la enfermedad era irreversible. Su vitalidad física cayó en picado, pero su alegría de vivir no. Dejó de viajar en tren y de andar tanto por las calles, pero se tomaba con humor sus transfusiones de sangre, cada vez más frecuentes. Camino del hospital, decía a todo el mundo que le tocaba pasar la ITV, y disfrutaba como un enano de su café con churros en la cafetería, mientras le preparaban sus dos bolsas de “A positivo” para seguir rodando los próximos días. Las enfermeras se reían con él mientras permanecía enganchado a los tubos y les hacía partícipes de sus crucigramas. Su mujer y alguno de sus hijos le esperaban fuera, y le veían salir tan pancho, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Nunca le llegaron a decir la verdad.

Durante todo un año, el señor Teodoro hizo creer a todos que vivía en otro mundo. Procuraba aprovechar al máximo la compañía de sus hijos y nietos, que ahora le visitaban muy a menudo. Les contaba un montón de anécdotas de su niñez y juventud; tocaba su armónica para ellos, y notaba con alegría cómo le escuchaban sin rechistar; se reían como nunca con sus chistes y pareados. Y él se sentía el hombre más afortunado del mundo, aunque supiera que eran sus últimos momentos con ellos.

Orgulloso de haber cumplido ya los ochenta y dos años, supo un día que tenía que volver a ingresar en el hospital, y que ya no cumpliría más. Tumbado en la cama, agarró la mano de dos de sus hijas y no las soltó en toda la tarde. Repasó con naturalidad cómo todos sus hijos habían salido adelante y se sintió conforme. Todo estaba en su sitio. Satisfecho, comenzó a soltar las bromas de siempre y, antes de que todos se marcharan, les pidió un beso. Sólo su mujer se quedó, y sólo ella le vio dejar de respirar. Se marchó tranquilo, sin hacer ruido, sin molestar.

A los dos días su familia cogió un tren a la sierra. A él le gustaba mucho ir en tren a la sierra, y decidieron que allí le llevarían en su urna. A pesar de la tristeza, mantuvieron vivo el espíritu jovial del abuelo, y alguien dijo: — es la primera vez que papá se cuela en el tren–. Rieron, bromearon y lloraron en el último viaje del señor Teodoro.

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Miro de reojo las revistas. Me hago la despistada, sorbo el café. Tengo un dolor de cabeza que me martillea desde el centro justo de los ojos hasta la nuca; quiero rebanarme la cabeza, desconectarla y meterla en un cubo lleno de hielo.

Agito las pestañas y miro la hora. Ignoro el teléfono. Sobre todo me hago la despistada. No quiero creer en nada. No tengo ningún plan.

Anoche volvió a no ser el fin del mundo. Me visitó una amiga cubana que pasaba por la zona. Pateando los charcos —dijo—, intentando vender su cadenita de oro. Agradecí su conversación, sentadas al borde de la cama, su cara de color chocolate un poco apagado haciendo contraste con el rojo de las paredes. Habló sin parar, mirando por la ventana, tocándose el pelo. Insistió en invitarme a un mojito. Fuimos caminando despacio por la calle, le dolían los pies porque llevaba tacones, pero no se le notaba. Caminaba de una forma lenta, pero siempre altiva. Estuvimos en un bar caribeño, sentadas en la barra. El mojito tenía una pinta macilenta, parecía agua sucia, pero sabía muy rico. Allí no había nadie más; sólo nosotras, el camarero y ese olor dulzón que lo inundaba todo.

Estoy perdiendo mi capacidad de abstracción. Ahora imprimo mi nuevo currículum y quiero creer en la vida, en el ayuno, en las buenas intenciones. Todo pasa y yo quiero creer. Nadie me mira.

Después del mojito y de la charla distraída, la dejé con sus botas de lagarto en un parque donde iba a reunirse con alguien. Caminé de vuelta, con las manos en los bolsillos, mirando a la gente que entraba en los portales, y se me ocurrieron varias ideas. Meterme en un cine, por ejemplo, o en otro bar. O bien quedarme merodeando por el parque. Cualquier cosa menos volver. Mezclarme con toda esa gente, zarandearles, preguntarles a dónde nos lleva todo esto. Y sólo corrí a refugiarme en casa.

El día se ve soleado por la ventana, y eso necesariamente tiene que ser bueno. Tiene que serlo. Pero por la noche me encierro sin falta en mi habitación. Allí tengo todos los estímulos necesarios, y la luz y la falta de compañía; todo ello me conmueve.

Las revistas, desde su rincón repetido, me llaman insistentemente con su olor. Imagen corporativa, packaging, teléfono de contacto. Una vez más, la mañana está perdida.

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La vida…Algo que se parece a la vida…Yo y mi vida, mi vida y yo, jodido binomio. Mi amigo aparca el coche. La noche cae sobre nosotros. Es la hora de los lobos, de los cuentos, del cuerpo muerto de cenicienta violado por el párroco de la iglesia. Mi amigo sube el volumen de la radio y abre el maletero. Retumban los altavoces y la música nos invade. Destapa la botella de güisqui. Me sirve la primera copa. Ahora voy sintiéndome más cómodo. Siempre creí en la reencarnación, sobre todo los fines de semana. Mi amigo alza su copa. Yo también alzo la mía. Y juntamos los vasos. ¡Por todas las cosas no hechas! ¡Por todos los errores cometidos! ¡Por el mundo que no nos entiende! Chin, chin. Me preparo otra. Lentamente comienzo a alejarme de eso que se parece a la vida: de la reposición de mercancías en el supermercado, del reparto de pizzas que nunca llegan, de los contratos con espinas. Del hoy no te quiero, mañana tampoco. Del no sirves para esto, del esto no es lo tuyo. De los besos por horas, de los amores precarios, de las ocupaciones ajenas. Creo que ahora estoy convirtiéndome en algo nuevo. En una mariposa. En una crisálida. En un huevo. ¿Qué fue antes? La vida no era lineal. Yo nunca tuve padre, tan sólo un señor que vivía con nosotros. Y una mujer en zapatillas de casa que no dejaba de echarnos la bronca por poner los píes encima de la mesa. Tampoco me preocupo. Total, para qué… En este momento soy impermeable. Incluso al dolor. Porque… ¿Quién no ha echado un polvo jurando amor eterno? Somos unos románticos. Lo malo es que el rimel se corre pronto, los besos caducan antes que los yogures y el afecto es más delicado que un bonsái. El mercado de la carne debió de cerrar hace tiempo porque la carne estaba ya podrida. Jodido amor de baratillo. Jodido pene omnívoro. Me bebo mi copa de un trago. Mi amigo me toma por el hombro, me da un abrazo, me dice que me quiere, y, acto seguido, me pide dinero. Es que me gustaría comprarme una moto. Pues coge a Carlos y tírale de las orejas, respondo. No es igual, añade. Ya lo sé; es mejor quererse a uno mismo. Una vez metí la mano en el pantalón de una chica y di un grito. Bajo aquel vaquero había algo parecido a una rata. Le dije que nadie querría pisar aquel felpudo para entrar en su casa. Ella me respondió que le iban las cosas fuertes. Que era del Atleti. Desde aquel momento duermo con la luz encendida. Es en ese instante cuando mi amigo se pone a bailar. Sus movimientos no siguen ningún orden, ninguna lógica, ningún paso. Simplemente son. Van y vienen. Moviéndose. Entonces yo decido seguirlo. Y me dejo llevar por la música. Sí. Sí. Sí. Ahí está. La puta melodía. La melodía puta. Parto, y vengo, y me voy, y vuelvo, y salgo, y entro, y regreso, y pin, pan, y pan, pin, y soy sin ser, contigo o sin mí, acompañado o solo, braseado o alquilado, en una neurona de veinte metros sin amueblar, con una colcha negra, con un sueño desgastado, huido del ser, del estar y el parecer. ¡Toma! Ni contigo ni sin ti, te quiero, no te quiero, no sé a quién querer. No amo, ni deseo, ni apetezco. Muerto. Frío. Yerto. Si me pides la luna, puede que te regale un queso. Porque pruebo, entro y muero. Cojo, vivo, y siento. La cabra, la cabra, la puta de la cabra. El musgo en mis axilas. La vida bajo un álamo. Un yo en ninguna parte. Nieva en Madrid. Nieva en Tombuctú. Me gusta marihuana. Me gustas tú. No. No. No. La perdí. La sonatina. Mi amigo baja la música de la radio y se lía un porro. Lo enciende y le da una calada. El humo nos rodea como a la chica en el andén de la estación. ¿Por qué las películas son más reales que la vida? En la vida muere gente, los enamorados se desenamoran, y sube el precio del petróleo. Y eso no me lo creo. ¡A mí qué me lo expliquen! O que me hagan un esquema. Por eso cae tanta gente en los accidentes de tráfico. A pesar de que yo me opongo. Y voto. Pero no consigo nunca cazar un paso de cebra. ¡Qué bien te quedan las rayas! ¿A que sí? Pues fue una ganga. Lo compré por cuatro perras gordas. Sólo me pidieron un billete de metro y un poquito de timidez. A todos les gustan las chicas tímidas. Aunque esto de vivir la vida es otro cantar. Más agudo. Más embarazoso. Más diáfano. Mi amigo me pasa el canuto y yo chupo de la pipa de la paz…Supongo que siempre fui un iluso…Por eso soy tan materialista. Creo que ya es hora de mirar hacia otro lado. Quizá encontremos marcianos. Mi amigo se acerca a mí, mira su reloj y me dice que ya es hora de irnos. Yo cojo aire, respiro profundamente, sonrió, con la mueca de dick tracy, del capitán Custó, del imberbe genocida, y, mirando a mi alrededor, le digo que, aunque esto que vivimos no se parezca a lo que nos enseñaron en las fotografías de los libros, suba el volumen de la radio y echemos un último baile. Pues la vida, desgarbada y sin pintar, siempre es más grande que nosotros.

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Queridos amigos, permitidme que me deje llevar por la nostalgia de mis diecisiete años para atreverme a colgar esta cosita por la que, además –que mal estaba el patio- me dieron un premio: 1000 ptas de las de entonces y publicación en la revista del colegio, con una tirada de unos quince o veinte “ejemplares”

 

La noche, como si estuviera furiosa, le zarandea con tal fuerza que le hace vomitar todas sus esperanzas, su espíritu de triunfador vencido. El helado aroma del crepúsculo se clava en sus entrañas, y la negrura del cielo sólo revela la opacidad del universo: No hay luna, ni estrellas. No hay nada ni nadie, tampoco. Nadie…

Hubo alguien hace algún tiempo. De eso hará unos dos meses –“¿Dios mío, tanto ha pasado?”-. Él aún la recuerda casi con admiración. Todavía, en las neblinas de su imaginación ve flotar su atrayente figura, envuelta en un hálito verde de incertidumbre.

– Es verdad, tío. No puedo negar que fue una amiga. Cuando la depresión…Es gracioso…Decía que me quería; que la hiciera caso y fuera a curarme…Y fue ella también la que me pagó la granja…Todavía me acuerdo del Abraham. Le llamaban así por la barbita de rabino. ¡Tío más asqueroso! Venga todo el día con que “no valéis ninguno ni la mierda que os coméis” “Sí, claro: reinserción…reinserción…Menuda reinserción os iba yo a dar a todos, panda de macarras, parásitos” y luego “No, si en el fondo os tengo lástima” Sí, sí….Maldito bastardo!

El chico estrella su puño en el suelo, casi sin fuerzas, por hacer algo. En ese momento, el viento rompe en una carcajada sarcástica, riéndose de sus golpes vacuos. Una lagrimita huye a toda prisa de sus ojos, inyectados en sangre y en rabia.

– …Y cuando salí, ella estaba conmigo. Y me apretaba el brazo, y me felicitaba porque decía que yo era el mejor, que yo sí valía…Esto sí que es gracioso…Me buscó hasta un trabajo estable. Y alquilamos un piso, y ella decía que nos casaríamos y todo…

El chico nota como una inevitable congoja se apodera de él. Siente un falso cosquilleo y los ojos se le desbordan en infantil nostalgia.

-…y nada más salir del trabajo, me iba a buscarla, y ni siquiera fumaba otra cosa que no fuera tabaco. Y me daba un beso, y me acariciaba el pelo como si fuera un niño, como cuando era pequeño y no tenía problemas…Dios, Dios, qué golpes da la vida!..

El chico siente que ya no puede más. Su cabeza estalla en un feroz desorden de sensaciones y los chorretones agrios de sus lágrimas no le dejan ver más que su propia desesperación. Enfebrecido, golpea una y otra vez el suelo, tratando de arrojar de su cuerpo esa honda sensación de vacío. Al fin se tira al suelo, sollozando entre violentas convulsiones. El viento ya no se atreve a reír. Es el único, quizás. Para este chico, que siente como pocos, que está solo, que llora y grita al frío de la oscuridad, todos, todo, el mundo entero se ha reído de él SIEMPRE. Ya sólo confiaba en ella. Y ella…

-…Siempre me ha pasado igual. “Eres incorregible” “Eres un vago” “Un parásito” “Acabarás muy mal”…

El  chico se levanta, en un gesto de ilusorio coraje, de orgullo herido.

– ¡Y a quién le importa, eh! ¡A quién le importa! ¡Soy un parásito! ¡Y qué! ¿Qué son los demás, los que no se pinchan, los que tienen dinero, los que son hijos de papá y mamá…? ¿Son esos los buenos? ¡Yo soy lo que me da la gana…!

El chico cae otra vez agotado y trata de escapar a sus desesperanzas con los ojos fuertemente cerrados, los oídos sordos y el cerebro totalmente embotado.

 

*************

 

Han pasado dos o tres horas. El chico malduerme sobre la  hierba del Retiro, pero el frío de la madrugada consigue por fin espabilarlo. Alza la cabeza y queda impresionado. La naturaleza le tapa por todos lados: La hierba, fresca con el rocío vespertino; los chopos, que muy altos mecen suavemente sus copas al vientecillo de la primavera temprana; a lo lejos rebosa la quietud de las aguas del lago. El apacible silencio sólo es musicalmente suspendido por el tierno susurro de alguna avecilla madrugona.

– Verdaderamente, hay algunos momentos entre tanta basura que merecen la pena recordarse. Otros, no; y por desgracia son de los que más me acuerdo.

Su rostro ha ido abriéndose según hablaba, en un amplia sonrisa, que cae fulminada por una mueca de tristeza cuando llega al final de su discurso. Luego, tratando de blanquear su mente, cierra lentamente los ojos y aspira codiciosamente el aire limpio, con sabor a naturaleza viva, a ilusiones renovadas. Pero por más que se esfuerza, por más que piensa en la naturaleza que le empapa de alegría, en los lazos de afecto de sus amigos, en las auténticas sensaciones de paz y felicidad vividas hace mucho tiempo, y que él sabe que existen, pesan más, mucho más los recuerdos pasados: el amor perdido para siempre, la pesadilla de la heroína en que vuelve a estar inmerso, el horror al síndrome de abstinencia que tendrá que sufrir de nuevo……Y así, poco a poco, el chico se va amurallando en un hermetismo total frente a ese mundo que se burla de él con amenazas.

De esta manera también, va forjando en su imaginación la idea de un mundo perfecto, un sueño egoísta donde él sí se sintiera a gusto de verdad.

-…Todo el mundo tendría para comer, y para vivir, y no haría falta ni “caballo” ni nada. Y a MÍ todo el mundo me daría las gracias por eso, porque yo sería él que les hubiera liberado de todo. Y todos serían mis amigos de verdad. Entonces ella volvería a decirme “te quiero” “tu vales mucho” “eres el mejor”.  Y yo saldría a la calle, y todos me saludarían, y me darían la mano…Sería bestial. Yo sería bestial. Ella y yo seríamos best…

– ¡Vamos, tío listo! ¿No has visto los carteles, majete? ¡El césped no se puede pisar! Y no me vengas con historias, que a mí me pagan por hacer esto, y nada más. Venga, fuera, que llamo a un municipal.

El chico ha vuelto la cabeza, asomándola entre sus delirios de grandeza , y contempla estúpidamente una figura que se le antoja odiosa, casi macabra, con un sombrero, una llamativa banda de colores y una chapa que dice “Guardia Jurado”. Cuando el chico, después de frotarse los ojos, se da por fin cuenta de que ha vuelto al mundo real, se encuentra con que el guardia le ha echado ya de la hierba y hace un rato que se ha ido.

Él también echa a andar. Se siente como un profesor sin alumnos. Como un niño sin juguetes. Como un enamorado de la vida sin amor. Y sin vida. Porque el chico que soñaba despierto tumbado en la alfombra verde del Retiro, este mundo, sencillamente, no le va. La mujer de sus sueños, la única que le supo comprender, que le apoyaba de verdad, se marchó con un niño sin ideales, sin sueños ni utopías fantásticas, como él. Pero con dinero. Y le dijo: “Ahora ya no me necesitas. Te he ayudado en lo que he podido. Tienes un trabajo, dinero y ya no necesitas esa porquería para respirar. Ya no me necesitas. Adiós”. Y se marchó recordándole que no volviera a pincharse nunca, que ella lo apreciaba de verdad y lo sentiría. Y era cierto. ¿Pero que podía hacer él? Nada. Pero sí lo hizo, y lo hizo mal. Volvió a inyectarse heroína. No como evasión, sino como una especie de venganza contra ella. Tal vez porque pensaba que así, volviéndola a “necesitar”, ella también volvería con él…El chico sigue andando, atrapado por sus pensamientos que le aguijonean el cerebro sin piedad.

– ¿Quieres? –un sujeto melenudo, sombrío y con barba de varios días le ofrece, con una voz ronca y melindrosa, un pequeño cuadradito de papel blanco, poniéndoselo casi en la mano. En ese gesto hay mucho de repulsiva, de sucia bestia, de corrompida rata de alcantarilla-. El chico siente vacilar por dentro su espíritu  y en su cabeza se agolpan imágenes pasadas, eslóganes del Ministerio de Sanidad y Seguridad Social, sensaciones…

– No llevo nada; lo siento –dice con un soplo de voz que no convencería a una gallina, y aprieta el paso medio temblando- .

Dobla por el Palacio de Cristal y cruza por el Lago de los Cisnes. Va distraído, mirando a los niños jugar con los patos. Por un momento piensa comprar una bolsa de palomitas y ponerse a su lado.

– ¡Es ella! ¡Y está sola!

Sin pensar, corre despendolado, tropezando y arrollando niños hasta casi llegar a su altura. Se para en seco y su boca se pliega en un rictus de desencanto. La chica de sus sueños está besando, muy amorosamente en apariencia, a un tipejo esmirriado, con un afeminado jersey rosa muy chillón y unos pantalones atestados de estrafalarios parches de colorines.

El joven se sienta en un banco, desalentado. A su lado hay un diario de hace tres o cuatro días, que da vueltas desesperadamente en el tiempo de sus noticias. Todo sigue siendo igual, cansinamente cotidiano. El mundo no se molesta lo más mínimo en cambiar, por mucho que el tiempo se harte de gritar que se está haciendo tarde, muy tarde. El mundo sigue ahí, al pié del cañón: SE PREVEE A CORTO PLAZO UNA RECESIÓN EN LA ECONOMÍA MUNDIAL (pag. 32) NO HABRÁ NEGOCIACIÓN CON ETA – Los terroristas no aceptan las condiciones del Gobierno y declaran que volverán a la lucha armada – (pag. 16) SUSPENDIDA LA CUMBRE DE GINEBRA POR DISCREPANCIAS EN EL ACUERDO SOBRE LOS MISILES DE CORTO ALCANCE (Sección Internacional) MIL KILOS DE NARANJAS SERÁN ARROJADOS AL MAR EN 1988 PARA MANTENER SU PRECIO EN EL MERCADO (pag. 98) SIGUEN MURIENDO 40000 NIÑOS DIARIAMENTE POR CAUSA DEL HAMBRE (pag. 13)…

El chico siente que se asfixia lenta y penosamente, que algo le hiere a traición en lo mas profundo de su esencia humana. Es algo que le da asco, que le produce unas irascibles nauseas de vivir.

 

****************

 

El chico cruza otra vez por el estanque de los Cisnes, y vuelve a rodear el Palacio de Cristal. En su cabeza ya no hay amor, ni rabia, ni sueños, ni frustraciones, ni nauseas. Va buscando el melenudo que vió antes. Piensa decirle, sonriendo excusas: “Oye, que no me había dado cuenta. ¡Je, je! ¡Qué tonto soy! Resulta que llevo dos mil aquí”, le explicará palpándose el bolsillo. 

 

Después comprará un jeringuilla hipodérmica en cualquier farmacia.

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Que mi madre y yo tenemos una relación peculiar no es ningún misterio.

Ya he decidido cómo la recordaré cuando no esté, y decidir eso es muy duro. Siempre sé cómo recordaré las cosas cuando aún las tengo presentes. He decidido cómo recordaré a mi madre y está viva, del mismo modo que he decidido qué música sonará en mi propio funeral.

La recordaré, pues, fumando en el coche, escuchando la vieja cassette de Chavela Vargas, volviendo de la playa. Yo no lo sabía, pero por aquel entonces las cosas ya estaban torcidas.

Yo aún no fumaba, pero ya me gustaba aquel aroma del tabaco. Miraba el cigarrillo mientras ella lo sostenía en la mano derecha, haciendo girar el volante suavemente. Nunca hablábamos. Cuando a mí no me daba por cantar, ella ponía la radio.

Mis amigos ya no se sorprenden cuando les digo que no puedo salir a cenar con ellos porque voy a salir a cenar con mi madre. No es lo más normal a mi edad, pero a veces lo prefiero. Salimos, y tomamos algo de vino blanco, y nos ponemos sentimentales. Suelo pagar yo, porque me entusiasma derrochar un poco de dinero pidiendo marisco para las dos. Después vamos a un bar con karaoke. Ella invita a las copas, habla con la gente y ríe a carcajadas. Yo canto canciones que sé que le gustan porque las he aprendido de esas viejas cassettes del coche.

Creo que cuando nos proponemos mirar hacia otro lado e ignorar los problemas, ambas sacamos lo mejor de nosotras mismas. O al menos nuestro lado más divertido. El resto de días, simplemente nos sentimos mal.

Las dos nos ocupamos de nuestros asuntos, viviendo vidas paralelas. Yo necesitaba estar sola, dejándola sola a ella. Las dos cocinamos para uno, las dos pasamos la noche en el sofá.

Que mi madre y yo tengamos una relación peculiar no es ningún misterio, y supongo que tampoco es ninguna excepción. Pero yo ya he decidido cómo la recordaré cuando no esté, y por eso siento que yo la estoy matando.

18/11/2008

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